lunes, 19 de octubre de 2015

La cuchara

La primera cuchara que conoció el ser humano fue su propia palma de la mano. La segunda fue una copia de la primera hecha en hueso o madera- Después vendría la de metal. Pablo Neruda también lo dejó escrito en su Oda a la Cuchara: "aún/ se ve en tu forma/ de metal o madera/ el molde/ de la palma/ primitiva". Y así, los manuales de hostelería nos hablan de la cuchara sopera, de la de cóctel y su prima, la de las ostras<; la cuchara de café con leche y la de café o moca.
Hay una cocina de cuchara que nos traslada al hogar, al otoño y al invierno, a los guisos, caldos y sopas, y estas a aquel poema de Andrés Catalán y Ben Clark que habla de una sopa de receta antigua: "un secreto guardado por todas las mujeres que alguna vez amaron en los meses de frío".
La cuchara, pues, nos da calor en este otoño que se asoma al frío. Frío de Nueva York, como el que conoció Federico García Lorca cuando fue poeta en Nueva York y vio al rey de Harlem aquella noche "con una durísima cuchara arrancaba los ojos a los cocodrilos/ y golpeaba el trasero de los monos".
Segúnn Corominas la cuchara está entre nuestras palabras desde 1112, cuando Nueva York no era ni idea. Hay que leer "La cuchara de la tierra", de Ki Young Hyun, recordar que "La cuchara de plata" es la biblia de la cocina italiana, y que la cuchara de madera nadie en el rugby la quiere.
La cuchara... solo ella sabe de los lamentos de la olla.

Gabriel Celaya nos dejó escrito "No cojas la cuchara con la mano izquierda/ no pongas los codos en la mesa/ dobla bien la servilleta. / Eso, para empezar". Miguel Hernández , en su dramático poema dedicado al hambre, dice que esta que "se ejercita en la bestia y empuña la cuchara/ dispuesta a que ninguno/ se acerque a la mesa". Leyó este poema, sin duda, Federico Espinosa antes de escribir "cuchara no pierdas la fe/ todavía/ puedes llenarte de comida/ y curarle/ la herida al niño,/ esa herida/ de hambre que le quema/ el estómago".

Menos mal que hay visiones menos dramáticas alrededor de la cuchara, como la de María Elena Walsh imaginando una vaca, rara, que come con cuchara, o aquella canción de Luis Pimentel "tac, tac, tac/ cuchara de pau/ cunca de madeira/ o meu nenu/ está na lareira.."


sábado, 1 de agosto de 2015

El Calderillo y la calderilla


En el Fichero General de la Academia de la Lengua y su Diccionario de la Lengua abunda la calderilla y escasea el calderillo, a pesar de que disfrutase de él todo un Nobel de Literatura como Camilo José Cela, quien confiesa que tuvo que aflojarse un par de agujeros el cinturón del pantalón tras haber merendado el famoso guiso bejarano, y quizás por ello se puso místico y dejó escrito de él que hay que “tener fe en las saludables cualidades del Calderillo, la esperanza de que no sea el último y la caridad que, según es fama, bien entendida comienza por uno mismo.

Y es cierto que el Calderillo se merienda, como así ocurría antes y lo recogen las crónicas, aunque le tengamos por guiso de los trabajadores textiles, que lo trasladaban desde casa al trabajo no en una calderilla, donde se lleva el agua bendita, sino en un caldero pequeño o calderillo, que según nuestro Diccionario es un caldera pequeña de suelo casi semiesférico y con asas sujetas a dos argollas en la boca. Esto es un caldero y a menor tamaño, un calderillo. Así portaban el guiso de casa al trabajo o lo cocinaban en él en al aire libre, como sucede el famoso y concurrido Día del Calderillo. Así, podemos imaginar a la vez, por un lado a los trabajadores acudiendo aún de noche y ateridos de frío a la fábrica llevando el calderillo (guiso y recipiente), y por otro a las familias dándole con gusto al plato en las tardes de primavera regado con vino de aloque, como sugería Rufino Agero Teixidor, autor de varias publicaciones sobre expresiones y palabras bejaranas: “hay que degustarle con regulares y pausados tragos de vino aloque de la tierra y a ser posible al aire libre para que sea más típico, en un lugar hermoso y fresco, cerca de un manantial frío –que abundan generosamente en nuestros prados y montañas—para refrescar el vino. Curiosamente, tanto Agero como Cela avanzan el vínculo del Calderillo con el textil: “Son maestros consumados en su condimento, herederos de generación en generación, los buenos tejedores, cordadores, percheros, bataneros, etc…(Agero) y “según las nobles y vetustas artes de los tejedores” (Cela).

Hay poco calderillo, decíamos, pero alguno hay. En el “Libro del Arte de Cocina” (1599) de Diego Granado se indica “Y después hiérvase en un calderillo ancho con agua”. En una ficha se cita a Rafael Bluteau, filólogo del XVII, que en uno de sus diccionarios recoge aparentemente en un significado único “calderilla, caldereta y calderillo”. También se encuentra a José María Iribarren y su “Vocabulario Navarro” con un calderillo de la Ribera que recuerda más a una menestra que a nuestro estofado tradicional. El asunto se anima y arrima a lo que entendemos por Calderillo con las fichas de Manuel Antonio Marcos Casquero, G. Hernández, Agero Teixidor y pare de contar. No aparece Cela, ni Luis Felipe Lascue y su diccionario gastronómico, ni Dionisio Pérez, Post Thebussen, que en su “Guía del Buen Comer Español”, publicada a principios del siglo pasado describe al Calderillo como guiso genuinamente bejarano, y a partir de aquí nuestras Marta Sánchez Marcos, Aveli Serrano, Flora González… Aquí tienen las autoridades bejaranas y entidades como el Centro de Estudios Bejaranos tarea: completar ese fichero académico y conseguir que haya más Calderillo que calderilla en él y consecuentemente en nuestro Diccionario de la Lengua. Al fin y al cabo, la fiesta del Calderillo, que se celebra el primer domingo de agosto, en el Castañar bejarano, nació al calor de una tertulia literaria, a principios de los años setenta, para pasar años más tarde al de la Sociedad Gastronómica “El Calderillo”, a la que tomó el relevo o cucharón el Ayuntamiento de Béjar, que ha de tener el guiso como parte del patrimonio inmaterial de la Ciudad y velar por su mantenimiento y promoción. No puede ser de otra forma: el Calderillo no puede convertirse en calderilla. Algo a lo que también quedo comprometido como Cocinero Mayor del Día del Calderillo de este 2015.
Un honor.

P.D. La receta básica del Calderillo se la copiamos a Agero: “guisado de carne de vaca de baja calidad y patatas no cortadas a cuchillo sino tronchadas, y sazonadas con cebolla, pimiento y pimentón un poco picante” (“El habla de Béjar, 1979”). A partir de aquí, cada maestrillo tiene su librillo, y a buen entendedor….

        



domingo, 28 de junio de 2015

Sombra y gazpacho

Ya está aquí la primera ola de calor, o como alguien ha dicho: el verano. Las alertas se disparan, en cualquier caso, y se dan mil y un consejos que pueden resumirse en uno: sombra y gazpacho.
A ello vamos.
Entrar en el lugar donde nació el gazpacho puede dar motivo a una revuelta regionalista que no viene al caso. Digamos que hay gazpachos andaluces, manchegos y extremeños, pero algún canario reivindica que el gazpacho nació allá, en su tierra. Apuntado esto y sin entrar en más detalles, el gazpacho es una sopa fría que se ha ido enriqueciendo a medida que iba creciendo nuestra despensa. Antes del tomate era ajos majados con hierbas y vinagre, con el que Testilis refrescaba a los segadores romanos allá por el 19 antes de Cristo, según Publio Virgilio Marón. En España, los íberos mezclaban agua, aceite, vinagre, ajo y pan y en vez de gazpacho lo llamaban Kaspa. Algo parecido fue lo que los legionarios dieron a Cristo en la cruz: un vinagrillo que llamaban Posca y que empleaban como reconfortante. Así fue tirando el gazpacho, o gaspachos, que decían los pastores del siglo XII para llamar también a sus galianos.
Pero en esto… llegó el tomate y todo cambió. Continuó siendo comida de segadores y gente grosera, como dice Sebastián de Covarrubias, en su “Tesoro de la Lengua Castellana”, pero iba teniendo otro sabor. Como el tomate tardó en entrar en la despensa, en 1730 el “Diccionario de Autoridades” tira por la calle de en medio y lo describe como sopa o menestra con pan, aceite, vinagre y ajos, y otros ingredientes al gusto de cada uno.
¡Bienvenidos al gazpacho moderno!
El que describió en verso Miguel Salcedo Hierro: Se machacarán de un ajo cuatro dientes/, con sal, miga de pan, huevo y tomate.
O el de un poeta que firma j.a.a.v que dice así: Un gazpacho me piden como entrante/ y hecho en el tiempo de un soneto./ Uff. Ya estoy en el primer cuarteto/ pan, aceite, sal y agua por delante
Como todo en esta vida, el gazpacho tiene partidarios y contrarios.
En el Quijote leemos: Más quiero hartarme de gazpacho que estar sujeto a la miseria de un médico, y en una canción de Sabina escuchamos: Mi primera mujer era un arpía/ pero, muchacho,/ el punto del gazpacho, joder si lo tenía,/ Se llamaba, digamos que Sofía.
Hay gazpachos de película, como el de “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, y de libro, como el de Gervasio Posadas  “El secreto del gazpacho”; pero el que quiera empaparse de gazpacho literario debe acudir al “Breviario del gazpacho y los gazpachos”, de José Briz.
El tiempo nos ha traído a este momento de gazpachos de fresa, cereza y otras frutas, espumas, crujientes y otros preparados de la alquimia gastronómica moderna que dejarían de piedra al creador de esa copla que proclama Quítate de esa ventana/ cara de burra en ayunas/ y ponme un dorniyito de gazpacho/ y esportilla de aceitunas.
En fin, el gazpacho da para mucho, así que le damos la razón a Azorín cuando reclamaba que la historia del gazpacho estuviese en los diccionarios, donde se nos dice, a secas, que es una sopa fría con aceite de oliva, vinagre y hortalizas crudas. Y a partir de aquí, imaginación. Y a discreción, que el calor aprieta.





sábado, 20 de junio de 2015

Ajos, por San Juan

Ascienden estos días sanjuaneros por la Ruta de la Plata los ajeros a la feria zamorana de San Pedro y San Pablo, pero no se quedarán ahí, aún irán más lejos, casi hasta Finisterre, que es donde los enemigos de los ajos quieren ver a estos. 
Hay entusiastas del ajo y detractores. Odiado en la Edad Media y el Renacimiento, sube enteros en la actualidad. Atrás quedan las palabras de Don Quijote a Sancho: “No comas ni ajos ni cebollas porque no saquen por el olor tu villanería”, y en sentido contrario las de Pablo Neruda en su “Oda a las papas”: “El ajo las añade/ su terrenal fragancia” y sobre estas las de Josep Pla a modo de ojo al ajo: “todos los alimentos cocinados con ajo, por poco que se te vaya la mano, sabrán a ajo…y entonces las tardes son interminables y horribles”. Pero el ajo es nuestro, de la cocina española y de todo el Mediterráneo: Julio Camba, en “La Casa de Lúculo” dejó dicho que “Todo el Mediterráneo trasciende a ajo” y en palabras de Pla “Todo el Mediterráneo huele a ajo”. Egipcios, griegos, romanos, franceses, españoles… “La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas”, dijo Camba, y en este sentido conviene recordar que la Condesa de Pardo Bazán recomendaba en sus recetarios a sus lectoras que el ajo y la cebolla fuesen manipulados por las cocineras. Esos recetarios llenos de ajos para los imprescindibles sofritos de arroces y estofados, por ejemplo.
Untado en pan, rehogado con migas frito o cocido en las sopas, en gazpacho o ajoblanco, en salsa al ajillo, mojillo o ajilimoje, en ajiaceite o alioli…el ajo forma parte de nuestra cultura culinaria, también de nuestras supersticiones y farmacia popular, siempre con las debidas precauciones no nos ocurra como a Don Quijote, que se “encalabrinó y atosigó” al percibir el olor a ajos crudos en su Dulcinea del Toboso.
Huele a ajo la Ruta de la Plata, por la que los arrieros subían y bajaban, y donde crearon el popular ajoarriero, que hubiese hecho las delicias de Luis XV, tan aficionado al cordero en su jugo y al ajo, y a Enrique IV, bautizado con vino y ajo. Por el contrario, hubiera espantado al rey Alfonso, que en 1330 prohibió acudir a Cortes a quien lo hubiera comido. Era señal de villanería, como diría Don Quijote, quizá inspirado en los clásicos: Atenea prohibió que quien comiese ajo entrara en los templos dedicados a Cibeles, pues resultaba ofensivo para la diosa de las diosas. En un Mediterráneo que olía a ajo, que consumía ajo, que guisaba con ajo su vida no debió ser fácil.
Un colaborador del famoso libro de Dionisio Pérez, Post Thebussen, “Ristra de ajos”, escribió en 1883: “sin ajo no puede haber nada bueno y grato a un paladar español, por ser el agente universal de todo adobo y de todo nutritivo alimento”.

Muchos no estarían de acuerdo con este apasionado relato del ajo.

sábado, 13 de junio de 2015

Guisantes, chícharos, pésoles, piseos, tirabeques, arvejas, arbeyus… todos son guisantes y todos pocas cosas son, y sin embargo, gracias a ellos, supimos la importancia de la herencia genética. Sí, aquello de las Leyes de Mendel, que estudiamos en el bachillerato y debemos a un señor al que, sin embargo, lo que le gustaba de verdad era la apicultura.     
Gregor Johan Mendel, cruzando guisantes, descubrió que heredamos genes y caracteres, pero nadie le creyó en 1866 cuando publicó su trabajo. Fue en 1900 cuando otros científicos confirmaron sus leyes y le situaron en la historia de la Ciencia y de paso, a los guisantes, en las hojas de los libros de bachillerato, aunque también inspiró el título del cuento de Sergui Aguilar “Mendel, el señor de los guisantes”.
Hasta ese momento los guisantes estaban en los recetarios y los libros de agricultura, que tanto cultivaron griegos y romanos, como Columela. Los griegos llamaban a los guisantes “pisones” y los romanos “pisum”. Debían gustarle mucho a los romanos los guisantes porque su cocinero Apicio inserta en su “Re coquinaria” más de una docena de recetas con ellos. Carlos el Bueno, Conde de Flandes, ordenó que en sus dominios se plantaran a partes iguales en terrenos determinados habas y guisantes para calmar hambrunas. Y Luis XIV, el Rey Sol, el hombre que hacía de sus comidas un espectáculo, era un devoto de los guisantes, como su esposa, Teresa de Austria
En Austria, precisamente, se recuerdan las hambrunas que aparecieron al finalizar la II Guerra Mundial: “el tiempo de los guisantes”, como relata Irene Baudenbauer-Schofman en su artículo “El hambre en la memoria colectiva”, en la que cita la revista femenina “Die Frau”, que en 1945 escribía “Oh, Austria mía, tierra de los guisantes verdes y amarillos”, y añade cómo por entonces la dieta era de pan y guisantes, y estos, incluso, se trituraban para hacer pan y salchichón de guisantes.
Como son poca cosa, la literatura apenas ha reparado en ellos. Eso sí, ahí tenemos el maravillo cuento “La princesa y el guisante” de Hans Christian Andersen, que narra la historia de aquella princesa capaz de detectar un garbanzo bajo varias capas de colchones: era, en verdad, una princesa auténtica.
No va de princesas, sino de la vida pura y dura “El esqueleto de los guisantes”, de Pelayo Cardelús. También va de la vida, vista con humor, eso sí, “El sentido de un
guisante”, de Rubén Negro.
El guisante, poca cosa es, ya decimos, y sin embargo vaya con el juego que da en la cocina. Salvo rellenos…y se ha intentado…los tenemos en puré, salteados con jamón y cebolla, está en una menestra que se precie, y son imprescindibles en un arroz con verduras, pero nunca han de aparecer en una paella reglamentaria. Se hace crema con ellos, se le echa a una tortilla para convertirla en paisana. Hace pareja fantástica con el jamón y el tocino... Hay una sopa de guisantes en “Las Brujas”, de Roald Dahl, que es el autor también de “Charlie y la fábrica de chocolate”.
Pero más allá de la cocina, el guisante ha tenido su momento de gloria en la música con Love of lesbian cuando cantan  “·Hoy voy a hablaros del amante guisante, / el hombre que montó un gran show por los aires /con su casco plateado, /traje verde y bambas a reacción”.
Lo cierto es que el guisante parece poca cosa, pero ya vemos que no lo es.
Por cierto, el guisante aparece en nuestra lengua en 173, dice Joan Corominas, aunque ya estaba en ella como bissáut entre los mozárabes en 1106.Dice el maestro que "probablemente venga de una denominación compuesta pisum sapideum, "guisante sabroso", empleado para diferenciar esta legumbre de otras análogas, como el garbanzo o tirabeque". 



lunes, 8 de junio de 2015

El jamón siempre está ahí

Del cerdo se ha dicho que hasta los andares y yo digo que del jamón, hasta el nombre. “bocado propio de bienaventurados”, le llamó Camilo José Cela; y “nalga de porcino”, Rafael Alberti. El jamón, siempre está ahí, aunque no estuviese en aquellas mesas señoronas que preferían el "Jambon de York".
El jamón es jamón desde los tiempos del romano Catón y su nombre proviene del francés, “jambon”. Lope nos dejó aquello de “jamón presuto”, o sea, jamón curado, tomando el termino del latín “praesuctus”, que los italianos convirtieron en su “prosciutto” y los portugueses en su “presunto”,
Jamón presuto del español marrano, dijo Lope de Vega, autoridad gastronómica del Siglo de Oro, con permiso de Baltasar del Alcázar al que tres cosas le tenían preso el corazón: La bella Inés, el jamón/ y berenjenas con queso. O sea, que don Baltasar era de los que pedían “allá se me ponga el sol donde me den de cenar vino y jamón”. Carlos V resolvió la cuestión retirándose a Yuste para disfrutar del jamón a sus anchas de paso que exhibía su célula de cristiano puro, igual que aquellos peregrinos alemanes del Quijote que llevaban en un saco “huesos mondos de jamón” a modo de salvaconducto frente a la sospecha de judío, moro o converso.
La excelencia del jamón le ha deparado un lugar destacado en nuestras letras y nuestro refranero, pero también en los deseos de los españoles, que en los peores tiempos soñaban con un pernil colgado de un clavo en la despensa. Leo en el libro “El hambre de España”, de Miguel Ángel Almodóvar, la cita de un diálogo de la familia Pepe, creada por Iranzo, para “Pulgarcito”:
-         “¿sabes lo que te digo, Pepa? ¡Que tengo ganas de comer jamón.
-         ¡Ba!, responde ella, “Todos los que venden solo saben a sal”.
A lo que el hijo, Pepito, comenta:
-         “Serán jamones de sardinas”.

Era el año 1950

 De la cesta navideña lo más deseado era el jamón y un jamón era el premio del que coronase la cucaña de las fiestas populares o ganase la rifa correspondiente. El bocadillo de jamón es un clásico como el “pan amb tumaca”. La pureza, en España, en muchos casos se califica con el popular “pata negra”, y el despliegue de curvas femenino con el castizo “jamona” correspondido con el está como un queso, que suelen decir ellas de los guapos que salen en las películas, lo que nos recuerda aquella de “Jamón, jamón”, un punto disparatada, como la novela de Carlos Salem “Un jamón calibre 45”.
No se entiende la vida, nuestra vida sin el jamón, tan vinculado a la fiesta, la reunión familiar, de amigos, de compañeros. Por eso digo que del jamón, hasta su nombre.





domingo, 1 de febrero de 2015

Sopas de ajo, plato nacional

Benditas casas de comida que te ofrecen en este tiempo sopas de ajo. Tengo la certeza de que más sopas de ajo a tiempo evitarían epidemias de gripe como la que nos sacude.

Agua, pan, ajo, pimentón, laurel y aceite de oliva son la esencia de la Sopa de Ajo, tan antigua como el pan y como el agua, dicen los exagerados.
Mikel Corcuera en su libro “Recetas de Leyenda” las lleva al tiempo de los vacceos, que las tomaban antes de entablar combate con los romanos: eran tonificantes, daban calor y fuerza, dice, y quizá por eso muchos echan mano de ellas después de una noche de juerga. Ramón Pérez de Ayala en “Troteras y danzaderas” escribe: “Vamos, hijos, meteos por las sopas de ajo, que no hay nada como eso después de una juerga”.

Y quien dice juerga dice madrugada cargando pasos o desfilando, porque suele ser el reconstituyente de muchos nazarenos de Castilla y León, tierra a la que la Wikipedia atribuye el origen de la sopa de ajo, aunque haya tantas sopas de ajo como regiones españolas, según Laureano Canseco. Y ahí está “La Guía del Buen Comer Español” de Dionisio Pérez, Post Thebussen, señalando de ellas que algunos cafés de Madrid “llegaron a alcanzar fama resonante y dineros hasta enriquecerse, procedían de La Mancha”.  Para más adelante añadir que Alejandro Dumas “comió las sopas de ajo con enorme prevención y le parecerieron bien. Copió la receta que le dieron y la divulgó en Francia, salvo que en su horror al aceite preceptuó en su receta la grasa sin precisar cuál debía emplearse”. Post Thebussen reconoce a las sopas de ajo “plato nacional” y por lo tanto extendido por el país con peculiaridades.
En cualquier caso, son plato de cuaresma, tiempo al que vamos, como se recuerda Ventura de la Vega en la receta que le ofrece al gastrónomo Ángel Muro y que este incluye en su recetario “El Practicón” a principios del siglo XX. Dice Ventura de la Vega antes de aludir a su consumo en Cuaresma que es “Un suculento plato, base de toda la mesa castellana”. Lo dice y lo canta porque incluye una partitura de José María Casares. Podríamos decir que las sopas de ajo tienen himno.

Y no tuvieron buena prensa en su momento.

A caballo entre el siglo XIX y el XX la Condesa de Pardo Bazán en uno de sus recetarios de cocina tradicional escribía de las sopas de ajo lo siguiente: “modesta sopa del pueblo y de la clase mesocrática española. Como el gazpacho será rehabilitada  un día porque es sana, apetecible y hoy ya se sirve en Cuaresma en mesas muy aristocráticas”.

La Condesa da la receta de sopas de ajo y otra de sopa de ajo fácil.
Que la sopa de ajos no debía ser muy aristocrática lo demuestra el hecho de lo difícil que es encontrarla en los recetarios. Y eso que sopas con pan las encontramos en el “Nuevo arte de cocina” de Juan de Altamiras (1767) aunque mucho más sofisticadas que las de ajo. En 1837, Mariano de Rementería incluye en su “Manual del cocinero” una “Panatela o sustancia de pan”, que es una cocción de pan “con agua común” que al empastar se añade manteca de vaca y sal y un batido de yemas de huevo, que considera el autor “alimento excelente para niños y ancianos”. También incluye una “Sopa natural” que no es sino verter sobre pan tostado u horneado “caldo de la olla”. Tanto la Condesa como Muro colocan a las sopas de ajo en su sitio, aunque sabemos que más allá de los recetarios estaban ahí,
La literatura nos habla de sopas de ajo en casas de comida al terminar el teatro, el concierto o la juerga nocturna. Está en el menú de Casa Botín, en Madrid, considerado el restaurante con más antigüedad y algunos de sus ilustres clientes incluyeron las sopas de ajo en algunas de sus obras.

Galdós, por ejemplo, las incluye en “La Batalla de los Arapiles” (Episodio Nacional) pero también en “Tristana” cuando Horacio al escribirle una carta a esta le confiesa: “Si no te enfadas ni me llamas prosaico te diré que como por siete. Me gustan extraordinariamente las sopas de ajo tostaditas”.
Y
 es que hay sopas de ajo que bien hechas se merecen todo: Almudena Grandes en su novela Inés y la alegría alude a unas sopas de ajo “muy ricas” tanto que su autora confiesa de “Perdigón ha dicho que están para cantarlas coplas”.

De Larra, en “El casarse pronto y mal”  -- “en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo””—a Delibes las sopas de ajo forman parte de la literatura en español, en prosa más que en verso, aunque en verso se podría aplicar a nuestras sopas de ajo lo que Ricardo de Vega dijo de la sopa en general:
            Siete virtudes tienen las sopas; quitan el hambre y dan sed poca. Hacen dormir y digerir. Nunca enfadan y siempre agradan. Y crían la cara colorada.

José Manuel Iglesias, en un texto titulado “Letras con denominación de origen” denomina a las sopas de ajo “campechanas” y alude a ellas como desayuno clásico del Madrid castizo evocando a Cela, que en su “Viaje a la Alcarria”, en la parada de Gárgoles de Abajo, le sirven unas sopas de ajo y una tortilla de escabeche; se lo sirve una criada guapa y enlutada en la que Cela ve a una dama mora. De Granada es Mari Luz Escribano Pueo autora de un libro de memorias infantiles titulado “Sopas de ajo”.