miércoles, 17 de abril de 2024

La mística de los huevos más allá de la Pascua

 

Cada Lunes de Pascua los vecinos de Fuenterroble, en el Camino de Santiago mozárabe, que atraviesa la provincia de Salamanca, llevan de ofrenda a su Cristo del Socorro huevos. Docenas de huevos, que se subastan para fines sociales. Una tradición que me hace pensar en toda la mística que envuelve al huevo como si fuese otra cáscara y atraviesa creencias muy variadas y diferentes. Y desde hace siglos.

En el Museo de Arqueología Submarina se guarda un huevo decorado y fecha en el 700 a. de C. Es un huevo de avestruz, de procedencia desconocida y enclavada en la cultura púnica. Está decorado con formas geométricas, pero también exhibe rosetas vinculadas a motivos astrales y otros elementos que se vinculan a la divinidad. La presencia de este tipo de huevos de avestruz decorados y rotos en sepulcros dan idea de una preocupación por el más allá de la muerte e incluso por la resurrección. También en el cristianismo la mística del huevo se vincula a la resurrección de Cristo, de ahí la importancia de los huevos en la Pascua, después del Domingo de Resurrección, que se traduce en su presencia en hornazo o monas.

La Mitología relaciona al huevo con el nacimiento, la fertilidad, la resurrección, incluso el propio universo se ha querido interpretar a través del huevo, el huevo cósmico. Egipcios, griegos, romanos, hindúes han visto en el huevo más que un alimento y una vida animal futura. Visiones que se mezclan y así, el huevo de Pascua deriva de la diosa mesopotámica Ishtar, también conocida como Astarté. Hay un huevo sagrado etrusco y hay huevos en la mitología nórdica, en la que no faltan los huevos pintados. En la Cuaresma cristiana su consumo estaba reglado así que los vecinos los cocían, pensando que así duraban más, pintando los cocidos para distinguirlos de los frescos.

Detrás de esos huevos al Cristo del Socorro hay más que una iniciativa social, lo mismo que el huevo de la mona o el hornazo es más que un obsequio al fraile predicador de los sermones de cuaresma, al ahijado o novia. Hay más. Eso pensaríamos del famoso huevo de Dalí, claro, e igual que pensaríamos en un huevo roto como un sepulcro abierto. Sí, los huevos se han comido desde tiempo inmemorial, pero sospecho que se han visto también como algo más que un alimento.

El huevo, en Salamanca, formaba parte de lo que se conocía como hornazo, es decir, masa cocina con guarnición de huevos también horneados. Era un obsequio de la comunidad al fraile que había levantado la moral de la tropa en la entonces dura Cuaresma. Aquel hornazo era y es una mona en casi toda España, porque en Salamanca la mona se hizo hornazo en forma de empanada con productos del cerdo, que, además, llevaba huevo, que la industrialización de los hornazos salmantinos ha eliminado por razones sanitarias o de elaboración. La Literatura clásica española está repleta de hornazos que hablan de huevos, igual que la tradición salmantina tiene sus huevos decorados que los niños ruedan por las eras.

Personalmente prefiero el hornazo con sus chichas y sus huevos, que ejerce en mí una elevación del espíritu notable, que también alcanzo con unos espléndidos huevos fritos con farinato o un limón serrano con huevo cocido, o sea, esa popular ensalada serrana que en Cuaresma se priva de carne y en Pascua le pone chorizo, gracias a lo cual siglos atrás descubría quién era judío. Pero más allá del muy salmantino hornazo, de los mirobrigenses huevos fritos con farinato, y del hornazo con sus huevos, la cocina ha hecho con los huevos de todo y, ya aviso, hemos ido a peor.



Es más que probable que el hombre llegase al huevo en su condición primitiva de carroñero y que de ahí en adelante fuese perfeccionando su consumo con descubrimientos ocasionales o experimentos, lo que perfeccionó su cocina y a la vez los instrumentos de esta, un perfeccionamiento que daría lugar, seguramente, a nuevos hallazgos. Los egipcios, por ejemplo, mejoraron la masa de ciertos panes con huevos; los griegos tuvieron a Zimites, el Pastelero, maestro repostero, y a Cigofilo, maestro de los huevos, que desarrolló los huesos pasados por agua, duros y una tortilla de sangre de liebre; los huevos estuvieron también en la dieta de los romanos, rápidamente asumida por nuestros paisanos peninsulares de la época, y fueron parte de la alimentación medieval desde los monasterios a los castillos, pasando por las villas y granjas, empleándose, por ejemplo, para las salsas, que son otro paso más en el refinamiento alimentario. ¿Qué es la gastronomía sino la historia del refinamiento de la alimentación? Los hornazos medievales ya apuntan al consumo generalizado y básico de los huevos.

Hace tiempo escribí, teniendo delante cuatro clásicos, que en la cocina de los huevos habíamos retrocedido: “La mejor cocinera”, de Calleja, “la cocinera práctica”, de Picadillo, “La nueva cocina elegante española”, de Ignacio Doménech y “Nuestra cocina”, de José Sarrau, reunían, 27 recetas de huevo y 18 de tortilla el primero, del gran divulgador de cuentos, Calleja; el enorme “Picadillo” publicó, respectivamente, 23 y 25, mientras que Domenech (imprescindible también su recetario de Cuaresma) alcanzó las 51 recetas de huevos y 11 de tortilla, mientras que Sarrau se “quedó” con 80 de huevos y 18 de tortilla. Podría haber añadido los 34 de doña Emilia Pardo Bazán, pero creo que es suficiente para fundamentar que hoy de los fritos, cocidos y pochados nos cuesta salir, hasta hemos perdido el simpático huevo pasado por agua. Gracias a los reposteros y pasteleros los huevos no son una especie en vía de extinción, pero demos tiempo al tiempo.

Los huevos están ahí de siempre y en todas las cocinas. La hispanomusulmana los tenían por habituales en la mesa, dice Antonio Gázquez, un sabio de esto, autor de la “Historia de la conducta alimentaria española”, antes de hablar de los huevos ahimados o bien cocidos en los rescoldos, que era una forma habitual de comerlos. Y no sólo los de gallina, también estaban los de palomas, perdices, pavo real o de pájaros silvestres. Se consumían cocidos, o pasados por agua, duros, batidos, escalfados o rellenos, también cocidos y empanados para posteriormente freírlos en sartén, así como condimentados con aceite, almorí y ajo y cuajados en horno, o simplemente en tortilla, como aparecen en varias recetas del “Anónimo del siglo XIII”. Gracias, don Antonio por los datos.

Cuando en otra entrada he hablado del hornazo he recordado que antes de que el actual (en forma de empañada) los salmantinos tenían por plato popular del Lunes de Aguas la “Cazuela cuajada”, que se asemeja mucho al también popular relleno de cocido.

El huevo, en cocina, va desde lo más sencillo a lo más complejo, lo que hace recordar aquello del “fabuloso” Tomás Iriarte que decía “presumís en vano de esas composiciones peregrinas. ¡Gracias al que nos trajo las gallinas!”. El huevo tiene su literatura –ahí está Google—igual que tiene su arte –ahí está Dalí y algunos bodegones del Museo del Prado—y hasta su música, comenzando por Elvis Presley y su sándwich favorito, él que fue gallina de huevos de oro para su representante. También habrá un cine de huevo, claro, y no digamos cuántos huevos hemos visto en películas. Pero en esto del huevo, mirando al espejo retrovisor siempre nos quedará la mística del huevo, que, por cierto, es más que esa sensación de elevarte a no se sabe dónde cuando están ante unos huevos fritos, con patatas fritas, con pimientos fritos y unas lonchas de jamón. Alguien podría bautizar este plato con un apellido glorioso.