miércoles, 1 de junio de 2016

Con un par.. de huevos fritos

Nada deslumbra más en un plato que un par de huevos fritos, con sus correspondientes patatas, también fritas, una loncha de jamón, unos pimientos verdes… La cocina tiene estas cosas, algo tan aparentemente sencillo abduce. Aunque eso de “sencillo”… Cuando se le dice a alguien que no sabe freír un huevo no siempre es justo. Juan Pérez Zúñiga en Cocina cómica escribió: “La operación de freír los huevos no es pesada ni difícil. Sin embargo, no todos los seres humanos lo saben realizar”. Antonio Díaz Cañabate en su Historia de una taberna alude a la “complicada sencillez” de los huevos fritos y patatas fritas “que toda cocinera hace y casi nunca bien”, debido a que “precisan un punto tan alto o inasequible como la cumbre del Himalaya”, ello explica, por ejemplo, la admiración por este plato de ilustres como Ramón de Campoamor, según le refiere a Ángel Muro un seguidor, Andrés Miralles, al explicar al gastrónomo los “huevos carlistas”, cuya receta puede encontrarse en Escritos gastronómicos, de Ángel Muro, el mismo libro en el que Juan Barco, periodista muy vinculado a Salamanca, refiere en 1891 la receta del farinato y su degustación sin citar los huevos fritos. El propio Muro en su Practicón asegura que “lo más fácil, según todo el mundo, resulta ser lo más difícil en cocina”, y refiere cómo hay que echar sobre el aceite, preferiblemente, la clara ligeramente batida por un lado e inmediatamente la clara, por otro.
Los huevos fritos evocan algo emocional, lo que explica que una escritora de Salamanca les dedicada un soneto “Ya tengo delante el plato/ con esas dos maravillas/ de yemitas amarillas/ que me miran hace rato…”. Lo escribió Mari Carmen Prada Alonso, y no es la única, Nicolás Guillén también elogió el plato, por su contundencia. Uno de los escritores que derramó más elogios y sentimientos por los huevos fritos es Antonio Civantos en La cocina sentimental, donde afirma, por ejemplo, que “un huevo frito es el as de oros en un plato” y que es “oro puro” y que “uno siempre vuelve a él después de una veleidad exótica”; el huevo frito, añade, es el principio de todo y por ello “todos somos edipos cuando comemos huevos”. Algo tienen, desde luego, porque el propio Francisco Ayala reclamó un par de huevos fritos con patatas –fritas en aceite—y chorizo porque “sentía hambre, y tan patriótico menú debía satisfacer mi apetito tanto como mi nostalgia”, escribió en Mi Berlín. Extranjeros como Alain Ducasse también han vivido un gran momento cuando los huevos fritos se depositan sobre unas patatas también fritas, como confiesa en su Diccionario del amante de la cocina.
No tenemos constancia de quién inventó los huevos fritos ni, por supuesto, cuándo, cómo o dónde. Lástima porque se podría reclamar para él un monumento universal, si quiera por toda la literatura que han inspirado, como vemos. Pocos se han resistido a su encanto y así, Lope de Vega comparó los ojos de Estela con huevos fritos, y Ramón Gómez de la Serna aseguró con la gracia de sus greguerías que “el huevo frito es una ola en miniatura, una ola con yema”. Jorge Llopis, evocando a Bécquer escribió “¿qué es huevo frito? –dices mientras clavas/ tu mirada en el pálido trasluz--¿qué es huevo frito? ¿Y tú me lo preguntas?/ ¡Huevo frito eres tú!”. Góngora, entre otros, se mofó del drama de la mitología griega de Hero y Leandro, toda una tragedia, con estos versos: “El amor, como dos huevos/ quebrantó nuestras saludes/ Él fue pasado por agua/ yo estrellada por fin tuve”.  Una anciana friendo huevos inspiró a Velázquez y el huevo frito forma parte del surrealismo de Dalí. Aquella anciana que fríe huevos en una vasija en lugar de una sartén –“la sartén es el espejo de los huevos fritos”, dijo Gómez de la Serna—inspiró un texto delicioso de Andrés Catalán y Ben Clark en su poemario al alimón Mantener la cadena de frío: “lo que el cuadro/ nos hurta --¿será ciega?—es la certeza/ de que hay algo exterior a tanto esmero,/ de que el tacto es el motivo y que los ojos/ salvan muy poco o nada aunque congeles/ la vida, cuando pretendas/ que nunca acaben de freírse esos tres huevos?”
¿Tres? La liturgia dice que deben ser dos y en aceite de oliva. Lo del aceite ya lo dijo Averroes en su Kilab al kulliyat fi i tibb: “ cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos”, y lo del par el ya citado Juan Pérez Zúñiga “A nadie se le corre pedir un huevo, ni tres, ha de ser un par…los dos huevos están destinados al presentarse al mundo en parejas, como la guardia civil”. Y antes, mucho antes, Juan Luis Vives (1492-1540) en su obra La comida estudiantina ya recomendaba dos huevos fritos. Habrá que viajar hasta la Edad Media, al menos, para encontrar su origen o quizá más allá, pero de lo que no cabe duda es que han formado parte de nuestra literatura desde el Siglo de Oro hasta ayer mismo, seguramente.
Los huevos fritos están el Leopoldo Alas Clarín, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Azorín, Felipe Trigo… siempre citados como algo doméstico y “humilde”, como ya aseguró Richard Ford en Gathering from Spain, y cuando se incorporaron al turismo, ay, algo ocurrió porque Josep Plá en Lo que hemos comido afirma que “la decadencia de los huevos fritos en la Península es una mala noticia”. Decadencia que atribuye al turismo, según le cuentan sus allegados. Dejaron de ser eso que Juan Eslava Galán denomina “huevos como Dios manda”.
Dios o más bien la religión anda detrás de la polémica por los duelos y quebrantos, que requieren de un capítulo especial: ¡La que preparó Cervantes, citándolos en la dieta de Don Quijote”.  Hasta el propio Diccionario de Autoridades rectificó y donde eran “tortilla de huevos y sesos” pasó a ser “olla que de los huesos quebrantados y de los extremos de las reses que se morían o desgraciaban”. La polémica viene de lejos –se hace eco de ella la Pardo Bazán en sus recetarios—y ha terciado gente muy ilustre y preparada. Se ha pensado durante mucho tiempo que “duelos y quebrantos” eran huevos con torreznos, lo que colisionaba con toda la tradición religiosa de ayunos y abstinencias, y también con la definición que da el Tesoro de


la Lengua, de Covarrubias, de “la merced de Dios”, que eran tal cosa: huevos y torreznos. Y si no lea: “En las casas proveydas y concertadas de ordinario tienen provisión de tozino, y si crían sus gallinas también ay huevos; si viene a deshora el güesped y no ay que comer el señor de casa dize a su mujer ¿qué le daremos de cenar a nuestro güesped que no tenemos qué? La mujer responde callad, marido, que no falta la merced de Dios; y va al gallinero y trae sus güevos y corta una lonja de tozino, y frielo con los güevos, y dale a cenar una buena tortilla que se satisfaze, y de ahí quedó llamar a los güevos y torreznos la merced de Dios” Y, entonces, los duelos y quebrantos, ¿qué son? A decir de los especialistas y del diccionario de 1925 “fritada hecha con huevos y grosura de animales”, entendiendo por esta menudos y asadura –lo que lleva nuestra chanfaina—que se recogía de los mataderos el jueves y se consumía los sábados porque no se consideraban carne como tal y no vulneraban los preceptos del ayuno y la abstiencia. Hay, para mayor abundamiento un magnífico y documentado artículo de Julio Valles sobre el tema que lo ilumina todo. En Castilla, recordamos, se llamada al sábado “día de grosura”.
Naturalmente, la polémica está ahí, en los libros. José López Navia sostiene que son un revuelto de sesos, extremidades y asaduras. Juan Antonio Pellicer vincula los duelos y quebrantos al pastoreo en el sentido antes expuesto. Y Américo Castro alude al sentimiento y el faltar a su ley para señalar que duelos y quebrantos era lo que sentían cristianos nuevos o moriscos obligados a consumir este plato. Si en una comunidad se ha vivido esta polémica con enorme interés es en La Mancha, donde, para complicarlo todo más se conoce a los huevos con torreznos como “chocolate de La Mancha”, quizá porque era desayuno habitual… o puede que deseado.
Después de todo ello me sucede algo parecido a lo que cita Emilia Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa, que “una fuente de chorizos y huevos fritos desencadenó la sed ya alborotada con la sal del cerdo”. Y sí, los huevos fritos pueden ser, como dice Felipe Trigo en El papá de las ballenas, “plato de tabernas”, pero bien hechos están muy lejos de ser algo humilde sino más bien lo contrario. Una joya. Espero que también lo vea así.


miércoles, 25 de mayo de 2016

Una de callos con historia y literatura

Me quedo con la callada por respuesta cuando se trata de callos. Porque me gustan y porque como dijo Enrique Sepúlveda “los callos tienen prosapia y efemérides arqueológicas y tendencias igualitarias: figuran en el repertorio de todas las fondas de lujo y en el cartel de todas las tabernas”. Cita a Sepúlveda Ángel Muro en su “Practicón”, donde se confiesa devoto de este guiso que nació entre pobres que acudían a los mataderos a recoger lo que nadie quería y hacer con esos bofes un plato de subsistencia que el tiempo y el ingenio hicieron exquisitos mezclándolos con garbanzos, arroz, hortalizas, especias y otros menudos de reses. “Revoltillos hechos de tripas con algo de callos del vientre”, se dice en Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, dando entrada al guiso en la literatura por la puerta de la picaresca y apoyada por otro del género, Estebanillo González,  que decía “ser único en el caldillo de los revoltijos y en el ajilimoje de los callos”, una reseña que cita María Inés Chamorro en su “Gastronomía del Siglo de Oro español”. Pero antes de ese tiempo de hambrunas los callos existían ya: Joan Corominas lleva el origen de la palabra al siglo XII y su aparición impresa en 1599.
Los callos se han movido entre la literatura, las guías gastronómicas y las cartas de los restaurantes, y naturalmente entre los recetarios de cocina. El primero, el de un cocinero colegial, Domingo Hernández de Maceras, del Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca, que en 1605 publica sus recetas y entre ellas encontramos “de manjar blanco de callos” que se hace, explica, “a falta de gallina en día de sábado”. Desde entonces, los callos han estado en los recetarios y no solo los denominados “callos a la madrileña” sino otros nacionales y extranjeros. Pensemos que, por ejemplo, Antonio Campins Chaler recopiló y publicó “Las mejores recetas de callos” que subtituló como “la vuelta a España en ochenta callos”. El ya citado “Practicón” recoge callos franceses e italianos, y otro tanto hace María Mestayer de Echagüe, marquesa de Parabere, en su enciclopedia culinaria “Cocina completa”. Sin embargo, ay, los callos a la madrileña han abducido prácticamente a todos los demás.
Las recetas de los callos a la madrileña están ahí, o sea, en los recetarios e internet. Cada maestrillo tiene su librillo y especificar el canon del guiso no es fácil. Juan San Pelayo, cronista de Madrid, aseguraba que los verdaderos callos a la madrileña venía a ser un juego de proporciones: “por cada dos kilos de callos el guiso debe tener uno de manos de ternera y medio de morro de vaca”. Carlos Pascual, en su “Guía gastronómica de España” (1977)  explicaba que “los auténticos callos madrileños llevan solo eso, los callos, con el añadido de tomate, cebolla, laurel y tomillo. Pero si son especiales o ilustrados, como se les llama, se les añade morcilla, chorizo, pedacitos de jamón” y añadía que “hay incluso una receta sofisticada que le encantaba a Isabel II, que lleva un picadillo de almendras o avellanas y alcaravea”. Es cierto que la tradición ha etiquetado a Isabel II como gran aficionada a comer callos y también el morro de sus amantes en los reservados de Lhardy, restaurante clásico de Madrid famoso, entre otras cosas, por sus callos y con alguna anécdota relacionada con estos que recoge Muro entre otros. Ángel Muro, precisamente, cita que “Doña Isabel II era –y aún lo es—muy aficionada a este manjar, los callos”. Lo escribió en 1895 y lo recogió casi un siglo más tarde Lorenzo Díaz en “Ilustrados y románticos” donde reproduce esa famosa receta isabelina o al menos dice que está copiada de un libro escrito por un cocinero de Palacio del tiempo de Isabel II. Digamos que además de un guiso con su especiado le añade canela, piñones y avellanas.
La anécdota que suele citarse de los callos de Lhardy reconoce en el fondo ese doble carácter de tabernario e ilustre de los callos. Se trata de un enfrentamiento entre los callos de Lhardy y los de una conocida taberna de la época. Mikel Corcuera en su libro “Recetas de leyenda” admite ese aspecto de los callos: “de tabernarios a restaurantes de lujo”. Antes que él, Néstor Luján y Juan Perucho en su imprescindible “El libro de la cocina española” aseguran que “es plato que han pasado de ser algo tabernario a tener una entidad considerable”. De hecho reproducen la receta de uno de los cocineros más elegantes, Teodoro Bardají.
Entre las tabernas más famosas de Madrid está sin duda la de Antonio Sánchez, protagonista de “Historia de una taberna”, de Antonio Díaz-Cañabate, que tenía su sede en la calle Mesón de Paredes, 13, cerca de Tirso de Molina, que tuvo, en efecto, fuerte personalidad taurina y tenía además entre sus especialidades, los callos. De tabernas sabía como pocos Ramón Gómez de la Serna, que interpretó Madrid como pocos y dejó escrito aquello de “eternamente serán los callos un plato sucio, como preparado por los callistas y pedicuros”. También Julio Camba trajinó lo suyo por las tabernas y en especial por Casa Ciriaco, que siempre presumió de tener entre sus especialidades los callos. La Condesa de Pardo Bazán, buena amiga de Ángel Muro, llevó a sus recetarios “callos presentables” y a la madrileña. A Benito Pérez Galdós le ponía malo malísimo el afrancesamiento de las denominaciones de las recetas y que “trippes a la mode de Caen” fueran en realidad callos a la madrileña. Alguien describió a los personajes de Arniches como comedores de churros y callos. Incluso Vázquez Montalbán no pudo eludir este guiso y en su novela “Asesinato en el comité central” pone en boca en Leveder que “el mejor caviar es iraní y los mejores callos los de Lhardy” al tiempo que anima a Carvalho a llevarse a Barcelona un taco de callos en gelatina que venden abajo, en la tienda del restaurante. Pero no todo el mundo siente por este plato la misma pasión: Emilio Alarcos en “Comer y cantar” escribe que no soporta “la plástica torpeza mucilaginosa de los callos”.
Frente a ello están las descripciones de los entusiastas. Muro, que oferta la más auténtica de las recetas tabernarias de los callos madrileños recomienda comerlos “muy calientes y bebiendo mucho vino blanco… y se chupa uno los dedos…no se pueden comer sino abrasando”. El ya citado Carlos Pascual escribe que “después del cocido los callos a la madrileña se inscriben en la categoría de honor junto a otros callos universales, como las tripas a la moda de Caen o las trippe de blue alla milanesa y por supuesto muy por delante de otros callos nacionales, de los de Oviedo, de los andaluces, más sosos; de los gallegos, que añaden garbanzos; de los vizcaínos, que quitan el morro; de los catalanes…” Qué gran elogio hace Manuel L Alonso en “Pan, amor y grelos” a los bares coruñeses en una historia de amistad, amor y gastronomía espléndida cuando se refiere a ellos como “bares donde se resisten a despachar bocadillos porque esa no es comida decente para un cristiano y si pides una tapita te sirven un plato de callos con garbanzos”. Pero para salivar leyendo sobre callos me quedo con “El banquete de don Jeremías” en el libro “El festín de las letras”, su autor, Pedro J. González Gómez, escribe las sensaciones del protagonista ante unos callos a la madrileña “paladear esos bocados tenues, bien pimentados, a los que se asoma la presencia del comino aromando la bien trabada gelatina y en los que alienta el fuego inflamador de la guindilla, es placer reservado a los elegidos…”
No se me ocurre colofón mejor a este texto sobre los callos. Hay más, pero quizás para otro día.