martes, 18 de noviembre de 2014

Crónicas de otoño

La calabaza le pone el color naranja a un otoño de cielos grises y hojas ocres. Ilumina con su color chillón el negro luctuoso de los recuerdos en días de difuntos y santos, mientras no aliviamos con huesos, buñuelos, castañas, roscas de difuntos con sabor a anís y sopas y cremas de calabaza. La misma calabaza del cuento de la Cenicienta o de “Las alegres comadres de Windsor”, de William Shakespeare. La misma de las leyendas mayas o latinas e idéntica a la de la fábula de Jack, el borrachín irlandés que burló al diablo y fue condenado a vagar iluminando su camino por una vela dentro de una calabaza, dando lugar a Halloween. No se puede hacer un trato con el diablo, hacerle después un truco y salir sin daño. Nuestro Enrique de Villena, en la Cueva de Salamanca, por hacerlo, perdió su sombra. En Salamanca, por cierto, en la puerta trasera de la Catedral hay un baldosín con calabazas por la que salía el estudiante suspendido.
Ya sabe de dónde vienen las calabazas estudiantiles y las de amores del agua: El maestro Gonzalo Correas cuenta que dar calabazas viene de quienes las abandonaban tras aprender a nadar con ellas como flotadores.
La calabaza no es un juego de niños como la canción de Mariana Boggio:
         
 Mañana habrá calabaza asada
         Mañana habrá calabaza
         Para agrandar la panza
         A la vaca Clara.
         Habrá papa, batata
         Habrá albahaca barata.

Hay poemas y cuentos en Pepitas de Calabaza o Sopas de calabaza, editoriales.
         Sopas de calabaza es un cuento de Helen Cooper y la cena diaria de un gato, una ardilla y un pato que viven juntos y cocinan juntos.
         Menudo trío. Para volverse loco.
         Juan Antonio. Así, tal cual, dejó escrito:
         
De calabazas voy
         De calabazas vengo
         De calabazas llena
         La calabaza tengo.

         No deje que le den calabazas, salvo que con ellas pueda hacer sopa, crema o pastel. O vaciarla para hacer una figura de Halloween, esa tradición celta exportada a Estados Unidos y reimportada, que nos invade por estas fechas todos los años y ha puesto de moda la calabaza.
         Calabaza del diablo, diría Raúl Hernández, poeta.
         La calabaza viaja con el peregrino a Santiago: en ella lleva el agua o quizá el vino.
         Y está en el refranero: te juzgué melón y me saliste calabaza.
         También en la poesía dura de Walter Faila “Calabaza de cenicienta”
         Y en la cocina de nuestro Siglo de Oro en los potajes de aquel tiempo o en el arrope, pero también en sus versos.

         Ya ve que más allá de Halloween hay calabazas, pero también de las humildes castañas asadas, y así "El festín de John Saturnall", de Lawrence Norfolk, es un maravilloso libro de aventura, amor y cocina mezclado con mitos que encumbra el pan de castañas al que se recurría en aquellos tiempos en los que las hambres asolaban todo cuando faltaba el trigo y la patata no había llegado de América. Los bosques de castaños, los castañares, eran lugares mágicos; el castaño es un árbol totémico y los populares magostos o asado de castaña en los calvotes o calboches quién sabe si no fueron ofrendas a los mitos que habitan en los castañares.
Sorprende, sin duda, que un fruto como la castaña haya sido recurso de hambrunas y sea, también, un manjar de dioses en forma de marrón glacé.
Probablemente el marrón  glacé tenga que ver con la confitura de frutas que griegos y romanos hacían ya y copiaron los renacentistas, aunque fueron los franceses quienes en tiempos de los borbones encumbraron el producto y lo exportaron. En España hay noticia del marrón glacé en forma de compota de castañas con vainilla en el recetario de Ángel Muro, en 1893.
Hoy se ha refinado su elaboración, pero en lo básico no es más que bañar en almíbar reiteradamente una castaña bien pelada.
Dicho así queda poco glamuroso, lo sé, pero es lo más básico. Todo se complica a partir de aquí hasta las maravillas que podemos encontrar en las pastelerías y que nos sorprenden cuando leemos a Orazio Bagnasco en su libro “El Baquete” lo que dice uno de sus personajes: “los días que no tenemos carne, que son bastantes, tenemos castañas ya sean frescas o secas”.
Ay, si aquel personaje hubiese probado el marrón glacé.
Chico Buarque en su “Cancao de Pedroca” escribe de París:

Cascadura é Rive Gauche
O Mangue é Champs Elisées
Até mesmo um bate-coxa
Faz lembrar um pas-de-deux
Purê de batata roxa
Parece marron glacé.

Marrón Glacé es también una serie de televisión o un sinónimo de exquisitez. Es también un libro de relatos cortos de Guillermo Busutil y el hecho probado de que con ingenio y talento de algo tan sencillo como una castaña se puede construir una delicia, y si no que se lo digan a los de Privas, municipio francés considerado capital mundial del marrón glacé y que visitan cada año miles de curiosos.
Y así como la castaña la encontramos en novelas y cuentos, al marrón glacé lo hallamos en versos curiosos como los de Isabel Pérez Montalbán, en "Genes Australes":

Se nace con un ácido interior,
un ADN carcelario,
una larva o factor determinante
de colores y razas:
rubio o castaño el pelo,
roja o azul la sangre,
la piel casi mestiza, verde el iris,
marron glacé la vida,
gris acero la vida,
blanco roto la vida.

         No nos pongamos trascendentes. Saquemos el goloso que llevamos dentro y disfrutemos en la boca de un buen marrón glacé y chupémonos después las yemas de los dedos, pegajosas por el almíbar, como no podía ser de otra forma, como no podrían faltar en esta crónica de otoño las setas y los hongos. 
          Nunca se ha hablado de setas tanto como en estos últimos años. Se diría que son un descubrimiento reciente y desde luego no lo son. Los vedas ya escribieron de ellas en el año 1.200 antes de Cristo y en uno de los muros de la tumba del faraón Amenembet, allá por el 1450 antes de Cristo, aparece pintada una.
Vayámonos más atrás, hasta la mitología, que es una palabra muy parecida a micología, y nos encontraremos con la leyenda de Perseo, quien, sediento, tomó una seta y exprimiéndola bebió su agua para calmar su sed y estando contento por ello dio a su nuevo reino en nombre de Micenas, porque en griego seta es mykes.
Nerón, sobrino del emperador Claudio, sabía muy bien que su tío había sido asesinado con setas, así que cuando escuchó que las setas eran manjar de dioses respondió que prueba de ello es que habían convertido a su tío en dios.
El mundo clásico está lleno de referencias a las setas y los hongos: Nicader de Colofón en su obra “Alexifarma” ya advirtió de que las setas eran producto de la lluvia y Plinio El Viejo advirtió de la existencia de setas comestibles y venenosas.
Lo de las setas, desde luego, viene de lejos.
En famoso Papiro de Ebers, fechado en 1.500 antes de Cristo, ya habla de las propiedades curativas de los hongos, igual que el famoso Shen Norg Ben Cao Jim, “material médico del sacerdote granjero”, en el siglo II antes de Cristo recogía setas medicinales, según Josep Piqueras.
Por estas tierras tuvimos que esperar al siglo XV para que Alonso de Chirino aludiera en sus escritos a hongos curativos como el gárico o garicón, que los estudiosos Velasco, Martín y González recogen en un estupendo trabajo sobre los nombres científicos y vernáculos castellanos de las setas, gracias al cual sabemos qué son la rúsula de los cerdos, el mutón, robellón o la piedra de lince.
Pero esto ya es de nuestros días.
Las setas están con nosotros antes de que nosotros, los humanos, estuviésemos en la Tierra. Con ellas hemos entrado en contacto con los dioses y hemos disfrutado en la mesa. Los hongos nos han salvado de muchas enfermedades mortales y siguen siendo, de muchas formas, un extraordinario misterio. Un misterio anterior al propio ser humano, como seguramente lo son los olivos, protagonistas, quizás menos conocidos que las setas, las castañas y las calabazas del otoño, pero sí: "La caída de la aceituna siempre llega por las mismos días, repicando a otoño” dice José  Antonio Muñoz Rojas. Estamos en tiempo de aceitunas, olivos y aceite. En cuestión de nombres primero fue el aceite, o sea, el “zanit” árabe y después la aceituna, aunque ni el uno ni la otra serían posible sin el olivo. Podríamos hacer una teología del olivo que comenzase en Grecia con aquella Palas Atenea entregando a la ciudad de Atenas el olivo como símbolo de la paz. Aquella Palas Atenea que los romanos convirtieron en Minerva. Seguiríamos por el cristianismo: 140 referencias hay en la Biblia al olivo, desde la rama que porta la paloma que anuncia el final del Diluvio a la noche que Jesús pasa en el Huerto de los Olivos. La calle del Olivo en el nombre más popular del callejero israelí, un estado que tomó como símbolo la rama de olivo. Para cerrar la “sagrada trilogía” de Jacinto García en “Comer como Dios manda” una referencia a Alá que habló que aquel árbol que crece en el monte Sinaí que produce un fruto grasiento para disfrute de los que lo comen.
La aceituna
Dice el refranero de la aceituna que una es oro, dos plata y tres, mata.
Apañándolas se hacen amores, se ha dicho siempre.
García Lorca nos dejó escrito:

“La niña del bello rostro
Está cogiendo aceitunas.
El viento, galán de torres,
La prende por la cintura”.

A la aceituna la llamamos también oliva y así lo recordaba Blas de Otero:
         
“Ramo de oliva, vamos
         A verdear el aire,
         Que todo sea ramos
         De olivo en el aire.


Sin aceitunas u olivas no hay aceite. Hay que leer la “Enciclopedia del aceite de oliva” de Jesús Ávila Granado para comenzar a saber de qué hablamos.
Con aceite de oliva se premiaba a los mejores gimnastas griegos…con aceite de oliva se cocinaba en Al Ándalus en un caso de aceituna verde y en otros de aceituna madura…con aceite de oliva se iluminaban las viviendas pero también se curaban heridas y enfermedades, según tratados de Averroes y Maimónides…, y así hasta nuestros días en los que un laureado escritor universal, Mario Vargas Llosa, declaró que el aceite de oliva “no muere nunca, rebrota, renace de sí mismo y es por tanto un símbolo de la eternidad”.
El caso es que no podemos imaginar nuestra cocina sin el aceite de oliva. Al menos la cocina de verdad.
Pablo Neruda en su Oda al Aceite se refiere al “milagro del aceite” y “las patrias del aceite”, alguna de las cuales tenemos cerca, en Salamanca, en Las Arribes del Duero, también tierra de olivos y aceituneros, como aquellos de Jaén a los que cantó Miguel Hernández.