martes, 13 de marzo de 2018

La cocina del estudiante salmantino



(texto de la conferencia pronunciada en el Casino de Salamanca el 13 de marzo de 2018)

“Si la sarna y el hambre no fueren tan unidas a los estudiantes, en las vidas no habría otras de más gusto y pasatiempo”.
Esto fue escrito por Miguel de Cervantes, así que ya para entonces el hambre estudiantil estaba a la orden del día. Un hambre, caricaturizada por Quevedo en El Buscón, entre otros autores.
Un hambre, que aun siendo de ficción en algunas obras no era sino el reflejo de lo que estaba pasando en la realidad.
Sebastián de Horozco, al que citaré aquí en alguna ocasión más, dejó escrito un poema entre la sátira, la caricatura y el impresionismo que comienza así:
“Yo os quiero, señor, decir
Qué es la vida pupilar
Y espantaros estaréis de oír
De cómo puede vivir
El triste del escolar”.



Y a pesar de toda esta tristeza de la vida del escolar, ese mundo estudiantil fue deseado. Sobre todo por quienes no lo conocieron y encontraron en él un punto romántico.
Aquí, en Salamanca, en un homenaje a Gabriel y Galán, Emilia Pardo Bazán deseó públicamente “por arte de hechicería, dejando el camino del tiempo transportarse a la Salamanca de entonces” para no perder “las escenas de aquella alegre y democrática confraternidad escolar, el modo de vivir de los diversos estudiantes…y entre esta patulea, despierta, de roja sangre, destacanse los tunos y sopistas, de goliardesca memoria, dedicados a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual”.
 Porque fueron, aquellos, tiempos de hambre, y el hambre era común a los estudiantes.
En El Buscón de Quevedo es citado lo que se proclamaba tras las novatadas a los nuevos escolares: “Viva el compañero y sea admitido en nuestra amistad. Goce de las preeminencias de antiguo, puede tener sarna, andar manchado y padecer el hambre que todos”.

Padecer   el hambre que todos.


Aquí está la clave.



               El hambre, la cantidad de hambre incluía en una categoría u otra a los estudiantes, como veremos. No era lo mismo el futuro Conde Duque de Olivares, que llegó a Salamanca de escolar con un séquito que incluía jefe de cocina y repostero, que un sopista de la época que hacía guardia para beber la sopa boba.

Sin ir más lejos, el propio Calderón de la Barca, se dice que fue “gorrón” en Salamanca.

Luego hablaremos de él.

No se entiende la historia de la Universidad de Salamanca --sus ochocientos años de vida—sin la figura de los estudiantes, de hecho, una forma de abordar la historia de la institución es, precisamente, a través de ellos: los estudiantes.

De igual manera, también la figura del estudiante universitario salmantino puede tratarse desde diversos puntos de vista. Por ejemplo, el de sus derechos y deberes a lo largo de la Historia. También los contenidos académicos y su manera de impartirlos. O sus costumbres y modo de vida, que tanto han cambiado a lo largo de esos ocho siglos.
 Dentro de este apartado es donde he situado lo que quiero contarles esta tarde: la cocina del estudiante, del colegio al piso. Porque comer era una necesidad, ya fuese en el colegio o el piso donde se vivía… y vive.

Que luego se comiese… Ya es otra historia.

Al principio de los tiempos universitarios salmantinos, los tiempos del Estudio, cuando las aulas se encontraban en el claustro catedralicio, sus alumnos eran clérigos, y los estudios estaban dirigidos fundamentalmente hacia la religión. Entonces, el asunto del alojamiento y la comida no planteaban demasiados problemas: Dios proveía. O más bien la Iglesia. Y la nobleza.
Pero a medida que el alumnado fue secularizándose el asunto del alojamiento y la comida fue cambiando y poniéndose muy interesante.

Es preciso recordar que una de las razones por las que Alfonso X El Sabio confirma la elección de Salamanca es por sus buenos aires, hermosas salidas y su despensa, por estar bien abastecida: “De buen aire et de fermosas salidas debe ser la villa do quieren establecer el estudio…et otrosi debe ser abondado de pan et de vino et de buenas posadas en que puedan morar et pasar su tiempo sin grant costa…” (estudiantes y profesores).


Salamanca era con anterioridad punto de encuentro entre la cultura ganadera del sur de la provincia y la agrícola del norte.

Quizá ese mercado estuvo en el origen de su elección como sede del Estudio y la Universidad como han sugerido, entre otros, el cronista universitario Lamberto de Echeverría.

Así, pues, despensa no faltaba en Salamanca, cuyo mercado abarcaba las actuales plazas del Poeta Iglesias, del Peso, del Ángel, de San Julián, la del Mercado, la del Corrillo y la Plaza Mayor, formando toda ella lo que se conocía como Plaza de San Martín, a lo que habría que añadir lo que no pasaba por ese mercado y entraba directamente en conventos y colegios desde el punto de origen.

Un mercado que se incrementó en todos los sentidos a medida que la Universidad de Salamanca iba creciendo y se le iba reclamando más cantidad y variedad.

Allí estaban los veedores colegiales encargados de la compra, las amas y los dueños de los pupilajes, posaderos y mesoneros, eligiendo y regateando precio, pero también pícaros y ladrones aprovechando su oportunidad.

Un mercado, por cierto, muy bien regulado desde los tiempos del Fuero de Salamanca, incluso con su propia oficina de información al consumidor, que era el Peso Oficial, de donde proviene el origen de la denominación de Plaza del Peso.
Pero también hubo otros controles: por ejemplo, el precio del vino llegó a estar intervenido para que no le fuese gravoso a los estudiantes. Y para ello se tasaba al precio de Zamora. Así se evitaba la especulación y la inflación, además de problemas de orden público.
También, a medida que la Universidad de Salamanca crecía en prestigio se iban levantado edificios para las órdenes religiosas que querían estar cerca del conocimiento o protagonizarlo o manipularlo.
Se crearon colegios mayores y menores por parte de nobles y clérigos influyentes.
Y al margen de todo ello fueron fundándose alojamientos para los estudiantes, en algún caso fomentados por la propia Corona: Juan I liberaba de alojamientos a las posadas donde morasen maestros o escolares, y los beneficios de matrícula alcanzaron a los dueños de casas estudiantiles y a los ajetreadores de víveres, según cuenta García Mercadal en su imprescindible libro “Estudiantes, sopistas y pícaros”.

De esta forma, además de colegios, encontramos pupilajes, gobernaciones, mesones y posadas, repúblicas y compañías y pisos de estudiantes.
En el pupilaje encontramos una casa que vigila un “pupilero”.
Tenían fama de austeros, tanto que se les hace caricatura en El Buscón de Quevedo, y tampoco gozan de buena prensa en otros escritores, aunque no era en todos los casos igual. Es más, los pupilajes estaban sometidos a un control de la Universidad de Salamanca mediante visitas de inspección, así que estaban reglamentados.
A su frente solía estar un bachiller que hacía de tutor. Acogían a estudiantes de entre 15 y 23 años, algunos de tan buena posición que contaban con criados propios.
El propio Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua describe al pupilo como aquel que está a las órdenes de su bachiller, “que les da lo que han menester para su sustento y gobierno por un tanto, y a esta casa llaman pupilaje”.
Era una modalidad perfectamente regulada; ordenanzas de 1538 exigen de los encargados de los pupilajes que tuviesen más de 23 años, fuesen estudiantes cuerdos y de buenas costumbres, al tiempo que les exigía una dieta en la que no faltase una libra de carne a cada pupilo, media en la comida y la otra en la cena, así como pan sazonado.
En las llamadas gobernaciones se acordaba con una persona lo relacionado con el alojamiento, desde la cocina a la limpieza o las compras. Eran, en realidad, un grupo de estudiantes quienes alquilaban una casa, como hoy, aunque encargaban su comida y su servicio a otra persona.

Recordemos cómo en el Lazarillo de Tormes, este cuenta que su viuda madre se vino a vivir a la Ciudad desde Tejares, alquiló una casilla y “metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes”.
Mesones y posadas también alojaron a estudiantes, con derecho a estancia y comida.
De nuevo, la propia madre de Lázaro sirvió en uno de ellos, el Mesón de La Solana, situado donde hoy se encuentra la cafetería “Las Torres” y cabe recordar que la Universidad de Salamanca tenía mesones vinculados a ella, como el Mesón del Estudio, junto al Puente Romano.
Y en cuanto a las repúblicas, eran lo que hoy llamaríamos un piso de estudiantes si bien en Portugal, en la Universidad de Coimbra, se las asocia más a una fraternidad americana.
En cuanto a la comida de los pupilajes, Luis Enrique Rodríguez, el gran estudioso de este asunto nos dice que “El pan resulta preceptivo en todas las comidas y no así el vino, que apenas aparece mencionado. La comida consta de un principio de fruta del tiempo. En algunos casos puede seguir algún asado, como solomo de puerco, torreznos lampreados o longaniza; o bien un platillo de caldo de nabos o repollo o cardo o potaje. La olla es constante, incluyendo carnero cocido y a veces algo de vaca, tocino y alguna verdura o nabo. El postre vuelve a consistir en fruta.


Y en cuanto a la cena, consta también de un principio y un postre de fruta. Puede seguirle un platillo de ensalada de lechuga o escarola, o bien de zanahorias o cardo. A continuación carnero cocido, guisado o en gigote, o bien cabrito o albondiguillas”.

A la vista de ello, no se comía nada mal en los pupilajes, quizá por miedo a la sanción tras una visita administrativa de la Universidad de Salamanca, que acarreaba penas muy duras.

Cabe recordar el retrato que Quevedo hace del pupilaje de Cabra, que regentaba uno en Segovia en el que el hambre campaba a sus anchas: “Me asusté cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de antes estaban como leznas, con unas caras que parecía se afeitaban con ungüento. Se sentó el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que al comer, peligraría Narciso más que en la fuente. Noté el ansia con la que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo, que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula”.





En otro momento: “Repartió a cada uno tan poco carnero, que, entre lo que se les pegó en las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba y decía: -Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas”.

Es, ciertamente, una caricatura, pero sospecho que algo de verdad había de ello.

Volvamos a Sebastián de Orozco cuando relata la llamada a la mesa a los estudiantes por parte del pupilo:

“pues a la mesa sentados
Las tripas cantan de hambre;
Póneles a los invitados
Los manteles tan cagados
Que hieden bien a cochambre”.

No menos intenso es el relato de Bartolomé Palau. En su Farsa llamada salmantina retrata la situación de encontrarse sin dinero y tener que empeñar lo poco que tenía: libros, chamarras, manteles, mantas…
Y es que los gastos, eran muchos como él mismo nos dice:
       

“En esto medio pasamos
        Entre las putas y amigos,
        Si comemos pan e higos
         No poco nos alegramos”

        Los empeños a los que se refiere Bartolomé de Palau tenían lugar en la calle Serranos, en las mismas tiendas en las que se adquirían al principio de curso. Era el gran almacén de los estudiantes de la época. En todo hay engaños sino es en la Calle de Serranos, dejó escrito en sus refranes y dichos el maestro Correas.

        Alrededor de los citados higos como último recurso alimenticio de los estudiantes hay un apartado maravilloso en el libro de Luis Cortés Vázquez, La vida estudiantil en la Salamanca clásica. Baste decir que era más frecuente de lo que nos imaginamos.







Nuestro amigo, Sebastián de Horozco, no se olvida de ello en su relato del hambre de los estudiantes en los pupilajes:

        Y aún se les hace bodigos
        Masados con mantequillas
        Y luego entre dos amigos
        (comen) un plato con sendos higos
        O en invierno, seis pasillas.

Y si aquellas escudillas del Dómine Cabra de Quevedo traían un caldo transparente como el agua, el de Bartolomé Palau era algo parecido:

        “El cocinado
        Yo os juro, por Dios sagrado,
        Que os podéis en él lavar
        Y en caso necesitado
        Podéis muy bien bautizar”.




Pero el comer era algo que se tomaban muy en serio los estudiantes, hasta el punto de agredir de todos los modos posibles a una mujer que vendió carne en mal estado, como relata Villar y Macías cuando habla del siglo XVII salmantino.
 Lo que choca con aquella idea de Pedro Chacón de que “Con ser todos mozos, y los más, nobles y principales y ricos de las tierras de donde cada uno es natural, con todo eso se halla en ellos toda la buena conciencia, condimento, llaneza y buen trato que se puede desear; tanto que desde muy lejos se conoce el que se ha criado en este estudio”.

Quizá sea bueno recordar que no todos pensaban igual: Vicente Espinel en La vida del escudero Marcos de Obregón dice de la sociedad estudiantil que “era fácil de moverse por cualquier alteración”, algo que pudieron comprobar las autoridades y los salmantinos en numerosas ocasiones.

La fama del hambre nos precedía y hacía famosos: Juan de Mal Lara en su Filosofía Vulgar cita las sopas de caldo aguadas y asegura que “no hay quien mejor lo entienda que amas y pupilos de Salamanca, porque las unas las hacen y los otros las padecen”



Además de Pedro Chacón, Cervantes también hace su particular retrato de los estudiantes salmantinos en su Tía Fingida: “gente moza, antojadiza, arrojada, libre, liberal, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor”. O no, porque muchos de ellos acababan sus días en el Hospital del Estudio tras pasar por la calle Desafiadero para saldar cuentas con el acero. O en la propia cárcel si eran pillados con las manos en la masa.
Ese Hospital del Estudio o de Santo Tomás, hoy Rectorado, era también un espacio de caridad estudiantil para los escolares más pobres.
El hambre acucia el ingenio y hace temerario al más tímido, así que puestos a lo peor, como relataba Rojas Zorrilla:
        “De noche se va al mercado,
        Si no hay otro mal que hacer,
        En otro traje a correr
        Asadores de adobado”
       
        Pero con frecuencia, como recuerda Cortés

        “Cuando un estudiante llega
        A la esquina de una plaza
        Dicen las revendedoras
        ¡fuera ese perro de caza!

        Esta mala fama del estudiante quedó resumida bondadosamente en aquella expresión de Alarcón en La verdad sospechosa: “Hace la edad su oficio”. Pues claro.

Pero también la procedencia: George Haley en su libro Diario de un estudiante de Salamanca”, estudio inspirado en el diario de Girolamo de Sommaia, recoge datos de este que hablan de “algarazas estudiantiles”.

A veces eran de andaluces de Cazorla contra los de Écija, otra los extremeños contra los vizcaínos, “pero cuando la justicia real amenazaba con abrogar el fuero los estudiantes, las naciones olvidaban sus pendencias para unirse contra el adversario común”.
        Alguna vez, esas algarazas tuvieron que ver también con la comida y la bebida.
Porque el hambre era mucha: regresemos a nuestro amigo Sebastián de Horozco para comparecernos de aquellos estudiantes:

        “como piedras de cimientos
        Son los panes que les dan”.

        En todo tiempo, ayer y hoy, y probablemente mañana, los estudiantes han sabido salir adelante, ganarse la vida, conseguir sobrevivir. De esta necesidad extrema salieron los sopistas.
       
         Según Wikipedia:
    
        Los sopistas eran estudiantes universitarios sin recursos económicos que rondaban bares y tabernas entregando su música y simpatía a cambio de un humilde plato llamado sopa boba. Aparecen con las primeras universidades españolas en el siglo XIII. También se extendieron al resto de Europa, donde fueron conocidos como goliardos.
        En España la tradición se siguió manteniendo hasta nuestros días. A partir del siglo XVI se les conoce bajo el nombre de tuno y se organizaron formando agrupaciones conocidas como tunas.
       El término "sopista" es un doble sentido entre la referencia a la citada sopa boba y la semejanza fonética con la palabra sofista, filósofo de la Antigua Grecia que se servían de la retórica y el silogismo en sus juicios.

        Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua define al sopón o sopista como “La persona, que vive de limosna, y va a la sopa a las casas, y conventos. Dícese regularmente de los Estudiantes, que van a la providencia, y á pié a las Universidades".



       

En algún sitio he leído que estos sopistas, que cambiaban ingenio por sopa, llevaban siempre encima una cuchara para no perder ninguna oportunidad.
       
Hay un relato poco conocido de Diego de Torres Villarroel, titulado Los sopones de Salamanca en el que se cita a cuatro de ellos que, según el autor, iban a “perder un año a Lisboa, confiados en el bodrio de las porterías frailescas, que son la mesada y letra abierta de los perdularios y tunantes”.

Aquí están aquellos tunos y sopistas de la Pardo Bazán, dedicados a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual.
       
Bodrio es –según el Diccionario de nuestra Lengua--: “caldo con algunas sobras de sopa, mendrugos, verduras y legumbres, que de ordinario se daba a los pobres en las porterías de algunos conventos. Bodrio es, también, un guiso mal aderezado”.
       

También los sopistas encontraban su sustento en la caridad de colegios, como el del Pan y Carbón, donde por caridad les daban, además de comida, un “cortadillo para coger el sueño”, además de cama, luz y lumbre.
       


Roberto Martínez del Río en su libro El Estudiante de Salamanca en el siglo XVIII hace una clasificación muy curiosa de los universitarios y cita, entre otros, a los estudiantes de cuchara y aceituna, “que aliviaban sus miserias fundamentalmente con la sopa y el fruto del olivo”, pero más adelante habla de los sopistas y sopones y dice de ellos que “la sopa boba y la limosna conformaban su forma de haber mantenencia “, y al hilo de estos se encontraban los que llama “brodistas”, que remediaban su hambre, con el dicho bodrio.

La palabra bodrio procede del alemán “brod”, que significa caldo. Y curiosamente, también el bodrio tiene s receta, incluida en un recetario del siglo XIV. Se hace a partir de “pollo o cualquier ave o carne y se cuece. Después se pone todo con buenas especias y hierbas bien picadas y se le añaden huevos batidos. Y se añade en el caldo de la carne hirviendo. No conviene que el brodio sea demasiado espeso”, concluye la receta.

Ya puestos, existieron, también, los “chofistas”, que buscaban en el mercado los chofes o bofes, piezas que también reclamaban otros pobres, que tenían cierta bula los días de ayuno y abstinencia y que dieron lugar, con el tiempo, a nuestra popular chanfaina. Estas piezas se recogían el jueves en el mercado y se comían con autorización eclesiástica el sábado, que se conocía como “sábado de grosusa” en Castilla.


Roberto Martínez del Río es el creador del Museo Internacional del Estudiante; un museo virtual, que pueden visitar en internet y que les recomiendo porque está repleto de curiosidades de todo tipo. Un museo que acaba de cumplir diez años.

A sopones, sopistas y brodistas se les llama también “gallofos”, que no son sino “pobretones que sin tener enfermedad se andan holgazanes y ociosos, acudiendo a las horas de comer a las porterías de los conventos”

        Los tunos consideran a los sopistas y goliardos sus antepasados más ilustres. Como se ha dicho, llevaban a cuestas la cuchara, para no perder la ocasión, pero también la “ortera” –con hache y sin ella—que no era sino una escudilla, una especie de taza que colgaban del cinturón.

        Otra manera de ganarse la vida un estudiante era ponerse al servicio de otro. Acudía a clase, le tomaba apuntes, le hacía recados y de ahí sacaba algo. De este material salen los llamados “capigorrones”, gentes con capa y gorra que estaban al servicio de un señor, estudiante. Estos capigorrones eran determinantes en la elección de catedráticos y cargos para el Estudio, así que de ello también se aprovecharon: voto a cambio de sopa.
       


También las hambres de los gorrones tuvieron su hueco en la literatura. Rojas, en su Obligados y ofendidos y el gorrón de Salamanca pone en boca de Crispinillo:
        A la hora señalada
        A comer la olla contina
        Va con hambre la estudiantina
        Que la canina no es nada.
         
         En todo lo relacionado a la literatura de la alimentación de estudiantes en los pupilajes hay parte de mito y parte de verdad. Uno de aquellos estudiantes, Mira de Amescua, señala en su relato de la llegada a Salamanca:

        “tomé casa y compañía
        Que me la dieron muy buena
        Dos caballeros hermanos
        Naturales de Plasencia”.

     La desventaja del pupilaje era el excesivo control sobre los estudiantes, que querían tener margen de maniobra. Libertad. Seguro que les suena. Además, se trataba de un alojamiento caro, no apto para todas las economías.
       

Tengan en cuenta que nada menos que el juez del Estudio se encargaba del recogimiento nocturno de los escolares, además de sus comportamientos sociales.
Los responsables de los pupilajes tenían la obligación de informar a la autoridad académica de los estudiantes que vulneraban las normas, y podían ser sancionados si no informaban de ello. Había, como se ha apuntado, un control muy serio sobre los alojamientos escolares. Ya desde los tiempos de Alfonso X se exigía a los escolares que no alquilasen las casas que otros compañeros tuviesen alquiladas.
     Eran un poco más asequibles y liberales las “gobernaciones”, también llamadas “repúblicas”, que eran casas en las que la comida y la limpieza estaban externalizadas, como diríamos hoy. La madre de Lázaro de Tormes, como se ha dicho, cocinó para estudiantes. Y ya pueden suponer que aquellas gobernaciones eran muy parecidas a los pisos de estudiantes de hoy: donde caben cuatro, entran cinco o seis, y donde comen seis, o comen siete o no comen ninguno.

Pero hasta aquí llegaba, también, la mano de la autoridad académica con sus inspecciones.
  




 Contamos con una descripción de una de esas gobernaciones realizada en 1568 por Gaspar Ramos Ortíz: todo el mobiliario parco y comprado aquí y allá, mesas con velones y objetos de estudio, alguna estantería para libros, alcobas con su cama y poca luz. Y lo que más nos interesa, queda resumido de este modo por una estudiosa de su famoso diario, Delfina Álvarez:
        En la cocina una mesa grande de trece palmos y bancos, junto a un barreño tosco que oficia de fregadero, y las tinajas del agua o del aceite, la carbonera de la leña y el fogón, con eslabón de chispa o pajuelas para encender la lumbre. Luego los pucheros, escudillas de caldo, platos (algunos de Talavera), cantarillos, jarro, vaso, cuchillos y salero. Ellos sin contar la despensa o alacena, con el ordinario habitual de pan, carnero y fruta, así como alguna incursión a los huevos en las vigilia”
.
    Nada que ver con esos otros pisos en los que vive un estudiante rodeado de comodidades y criados, como es el caso de Girolamo de Sommaia, tipo rico y más dedicado a los placeres de la vida que a la disciplina del Estudio, del que tendremos que hablar más adelante.
        Gaspar de Ortiz, llega a Salamanca a regañadientes. En su diario dice que él no quería estudiar. Y cuenta cómo antes de instalarse en una casa se aloja en dos mesones, el Mesón del Estudio, que se encontraba junto al Puente Romano, y otro mesón junto al Alcázar, es decir, por la zona de los jardines de La Merced.
Girolamo de Sommaia era hijo de un noble florentino. Estudia en Salamanca un poco de todo, cultiva amistades y disfruta del amor, a veces pasando por caja. No tiene el nivel de Gaspar de Guzmán, futuro Conde Duque de Olivares, pero tampoco está mal; vivía en buena casa y contaba con mayordomo y secretario, un cocinero y un camarero, entre otras personas a su servicio. Había de todo, como ve.


Se mencionaba antes a Pedro Calderón de la Barca, del que sabemos que estudió en Salamanca.
Él y otros alquilaron una casa al mayordomo del colegio de San Millán, que tenía poder para ello, casa que se encuentra situada en el Arroyo de San Francisco, que llaman la casa de Sagún, según el documento de arriendo. El coste, 600 reales “pagados de esta forma: los doscientos de ellos pagados dentro de veinte días que corren desde hoy, día de la fecha de esta, y otros doscientos el día de la Pascua de Flores que verna de este presente año y los otros doscientos reales el día de Pascua de Flores del año venidero de mil seiscientos y dieciocho”. El documento señala, también, que cualquier daño que se produzca corre por su cuenta: “ si alguna ventana o ladrillo quitaren y la dejaren maltratada la han de aderezar a su costa”.
De aquellos seiscientos reales, doscientos no se pagaron, hubo pleito y Calderón y sus compañeros debieron dejar la casa que fue consultorio y vivienda de Filiberto Villalobos y su hijo Enrique, y hasta cumplió condena por ello en la cárcel del Estudio y hasta fue excomulgado. Claro que además de la deuda, provocaron daños en la casa.
Contó en su momento Víctor García de la Concha, siguiendo a Florencio Marcos, que: desde la propiedad de la vivienda, el Colegio de las Once Mil Vírgenes, se reclamó "prisión, justicia y costas", tras volver a Salamanca a estudiar un nuevo curso, a pesar de que el juez había decretado contra ellos que "los traigan presos a la cárcel de esta audiencia atento que están excomulgados y no salen de la censura". Y aunque el que luego sería gran dramaturgo dio en prenda "un manteo de paño negro de pequeño a medio traer", no se cubrió la deuda y no le sirvieron las tretas sobre si un arriero se encontraba en camino con los reales necesarios, por lo que el juez dispuso que "les traigan presos a su costa".
Curiosamente, a pesar de que Calderón se proclamase “bachiller por Salamanca”, su nombre no aparece en los registros.

        El alojamiento en posadas y mesones era también otra modalidad a la que podían acceder los estudiantes. Según Rodríguez-San Pedro Bezares, solo utilizaban la habitación ya que para las comidas se buscaban la vida en bodegones o tabernas.
        No gozaban de buena prensa los mesones de entonces. El mejor elogio que se decía de ellos es que no eran tan malos como el infierno y se les acusaba de purgatorio de bolsas.
       

Los que siempre gozaron de buena reputación fueron los colegios mayores y menores. Los que tenían la suerte de vivir en ellos tenían una vida más confortable que el resto a cambio de una mayor disciplina.
       
Se ha estudiado mucho el caso del Colegio Mayor de Oviedo, del que conocemos sus normas y hasta el recetario de uno de sus cocineros: Domingo Hernández de Maceras.
        La dieta de los colegiales incluía una libra diaria de carne en el mejor de los casos aquellos días en los que la Iglesia la permitía. Se comía en la comida y la cena en el llamado refectorio, que se regía también por ciertas normas, igual que la comida se repartía en función de su coste más que de  su cantidad, aunque también estaba fijada. Además, en ese coste debía incluirse el pan y el vino o la fruta.
Como resume María de los Ángeles Pérez Samper en su libro sobre la alimentación española en el Siglo de Oro: “la carne, el pan y el vino eran los tres pilares básicos en los que se sustentaba la alimentación diaria”.
 En el caso del pan, en el Colegio de Oviedo, no se podía dar más de un panecillo para cada persona. La dieta se completaba con fruta de temporada, ensalada, y postres tanto salados como dulces, que podrían ser también alguna ensalada.
       
Todos estos productos los adquiría el veedor del colegio en función de si era día de carne o pescado, y de la temporada; incluso si estábamos ante una comida extraordinaria con motivo de algún día festivo.
        Todo –insisto—aparece perfectamente regulado al detalle en las constituciones, como pueden leer en el libro de Pérez Samper citado o en las propias constituciones recopiladas por Luis Salas Balust.
        El lugar de la comida era el refectorio al que llegaban los colegiales juntos y a la misma hora, que también estaba regulada: según la estación se comía a las diez de la mañana y se cenaba a las seis de la tarde, o se comía a las once de la mañana y se cenaba a las nueve. El día de San Miguel y el domingo de Resurrección marcaban el cambio de los horarios.
Llegaban los colegiales llamados por la campana y con su vela si era de noche, pero también eran avisados por el llamado linternero si estaban estudiando. Entraban juntos, recibían la bendición juntos y salían igualmente todos juntos.
Durante la comida uno de los colegiales leía para todos, aunque no fue siempre así. Esa lectura se seguía en completo silencio hasta el punto de que la petición de agua o cualquier otra cosa se hacía por señas también codificadas. Por ejemplo, si se quería agua se le daba un golpe a la jarra, y si era vino al vaso.
       

Les recomiendo el libro de Pérez Samper para conocer los detalles de esa vida en colegio pero también para conocer el recetario del cocinero Domingo Hernández de Maceras, que lo fue del Colegio.
El recetario, publicado en 1607, habla de las comidas y cenas de invierno y verano, pero también de la comida de los sábados y en otro capítulo de cómo se han de guisar los pescados y las diferencias de huevos y platos de vigilia y potajes. Las ensaladas, los cortes de las carnes, los guisos de estas ocupan las primeras páginas. Carnero, ternera, cerdo, caza, pollo, gallina o cabritos desfilan por el recetario. Igual que lo hacen las cabezas, lenguas, manos, livianos, torreznos o sesos, en el apartado de la cocina del sábado. Y con relación a días de pescado tenemos arroz, espinacas, castañas, borrajas, turmas de tierra, acelgas, lentejas, espárragos, calabazas, zanahorias, huevos, pescados ceciales, barbos, anguilas, congrios, lampreas, atún, sábalo, besugos, merluzas, langosta, para, finalmente, ocuparse de la fruta.
        Todo ello solía guisarse con mucha preparación y mucha especia.






        Tomás Rodaja, Licenciado Vidriera, el personaje cervantino dejó dicho que en Salamanca se forjaban obispos y ministros del Estado, así que sabemos cuáles eran las aspiraciones de aquellos estudiantes. Eso sólo fue posible en el Siglo de Oro. En el siglo XVII comienza un declive de la Universidad de Salamanca que será más acusado en el siglo XVIII y no digamos ya en el XIX.
        No abordaré aquí las causas, pero sí es preciso mencionar que en el ámbito de las consecuencias la pérdida de prestigio trajo consigo la pérdida de estudiantes y con ello, Salamanca y su vida estudiantil casi desaparece de la Literatura. Se cierran colegios, las órdenes religiosas pierden espacios y devotos. Y a todo ello pondrá un epílogo trágico la Guerra de la Independencia con toda su destrucción.
        Del XVII en adelante la literatura se olvida de nuestros estudiantes. Espronceda nos deja el mito del Estudiante de Salamanca. Pero, curiosamente, es un tiempo con importantes escritores por Salamanca.

         


A finales del XIX comienza a recuperarse la Universidad de Salamanca, que sufrirá la Guerra Civil y una postguerra durísima.
       
       
Y aquí estamos.
       
En estos años se impusieron las pensiones para los estudiantes y los pisos.
        Lamberto de Echeverría ha sido uno de los más destacados cronistas universitarios. En 1987 saca a la luz su libro Nuevas páginas universitarias salmantinas en las que nos dice que “pasaron los tiempos de pensiones y patronas, que ya no representan más que un 6%, ya que el 40% viven en pisos, el 35% en casa de la familia y el resto en colegios mayores y residencias”.
        En ese momento, la Universidad comienza a estudiar a sus estudiantes, a realizar estudios sociológicos y de impacto económico en Salamanca. Los estudiantes son un motor de la economía salmantina muy notable, y aunque los tiempos han cambiado, sigue habiendo, a su manera, pupilares, gobernaciones y repúblicas, además de colegios. Hay tunos. Las tabernas son bares, pubs y discotecas. No faltan las pendencias y todo tipo de picardías.

          Hace un año un grupo de profesores de la USAL redactó un informe sobre esa economía que titularon “La parte y el todo”. Les gustará saber que el alojamiento se lleva el 32,9% de la economía del estudiante: un 12,4% alimentación y un 5,3% vivienda, los bares y el ocio se comen el 8,9% de esa economía, que es más que, por ejemplo, lo que se invierte en viajes, transporte, vestuario en incluso libros y material escolar, que supone el 4,9%. Los estudiantes de hoy gastan el doble en ocio que en libros.


Cuánta razón tuvo el que dijo que “hace la edad su oficio”.


       

                 Déjenme que termine con un maravilloso poemario de Andrés Catalán y Ben Clark titulado Mantener la cadena de frío donde hay poema titulado “Piso de estudiantes” que dice así:
       
Se acumulan los platos sin fregar
        Los vasos, las copas con sus frescos de sangre
        retratan una batalla, una orgía.
        Se acumulan, estorban, entretienen.
        Hay un olor distante sin nostalgia:
        orégano y salsa de tomate. Ajo.
        Una mosca analfabeta
        lucha sin esperanzas con el vidrio.
        Duermen. Todos están dormidos.
        Un paquete de queso parmesano
        abierto, una botella de lambrusco vacía.
        La luz, que entra sin prisa no se inmuta
        ni finge ante los cuchillos
        un gesto de sorpresa en la encimera.

       


Un maravilloso e impresionista poema, que nos lleva a recordar a Sebastián de Horozco, padre de Sebastián de Covarrubias, que terminaba así su satírico poema sobre los pupilos y sus hambres:

        Pues me lo habéis preguntado
        entended qué vida es esta;
        Pero viven sin cuidado
        porque siendo el reloj dado
        se vienen a mesa puesta.

























miércoles, 1 de junio de 2016

Con un par.. de huevos fritos

Nada deslumbra más en un plato que un par de huevos fritos, con sus correspondientes patatas, también fritas, una loncha de jamón, unos pimientos verdes… La cocina tiene estas cosas, algo tan aparentemente sencillo abduce. Aunque eso de “sencillo”… Cuando se le dice a alguien que no sabe freír un huevo no siempre es justo. Juan Pérez Zúñiga en Cocina cómica escribió: “La operación de freír los huevos no es pesada ni difícil. Sin embargo, no todos los seres humanos lo saben realizar”. Antonio Díaz Cañabate en su Historia de una taberna alude a la “complicada sencillez” de los huevos fritos y patatas fritas “que toda cocinera hace y casi nunca bien”, debido a que “precisan un punto tan alto o inasequible como la cumbre del Himalaya”, ello explica, por ejemplo, la admiración por este plato de ilustres como Ramón de Campoamor, según le refiere a Ángel Muro un seguidor, Andrés Miralles, al explicar al gastrónomo los “huevos carlistas”, cuya receta puede encontrarse en Escritos gastronómicos, de Ángel Muro, el mismo libro en el que Juan Barco, periodista muy vinculado a Salamanca, refiere en 1891 la receta del farinato y su degustación sin citar los huevos fritos. El propio Muro en su Practicón asegura que “lo más fácil, según todo el mundo, resulta ser lo más difícil en cocina”, y refiere cómo hay que echar sobre el aceite, preferiblemente, la clara ligeramente batida por un lado e inmediatamente la clara, por otro.
Los huevos fritos evocan algo emocional, lo que explica que una escritora de Salamanca les dedicada un soneto “Ya tengo delante el plato/ con esas dos maravillas/ de yemitas amarillas/ que me miran hace rato…”. Lo escribió Mari Carmen Prada Alonso, y no es la única, Nicolás Guillén también elogió el plato, por su contundencia. Uno de los escritores que derramó más elogios y sentimientos por los huevos fritos es Antonio Civantos en La cocina sentimental, donde afirma, por ejemplo, que “un huevo frito es el as de oros en un plato” y que es “oro puro” y que “uno siempre vuelve a él después de una veleidad exótica”; el huevo frito, añade, es el principio de todo y por ello “todos somos edipos cuando comemos huevos”. Algo tienen, desde luego, porque el propio Francisco Ayala reclamó un par de huevos fritos con patatas –fritas en aceite—y chorizo porque “sentía hambre, y tan patriótico menú debía satisfacer mi apetito tanto como mi nostalgia”, escribió en Mi Berlín. Extranjeros como Alain Ducasse también han vivido un gran momento cuando los huevos fritos se depositan sobre unas patatas también fritas, como confiesa en su Diccionario del amante de la cocina.
No tenemos constancia de quién inventó los huevos fritos ni, por supuesto, cuándo, cómo o dónde. Lástima porque se podría reclamar para él un monumento universal, si quiera por toda la literatura que han inspirado, como vemos. Pocos se han resistido a su encanto y así, Lope de Vega comparó los ojos de Estela con huevos fritos, y Ramón Gómez de la Serna aseguró con la gracia de sus greguerías que “el huevo frito es una ola en miniatura, una ola con yema”. Jorge Llopis, evocando a Bécquer escribió “¿qué es huevo frito? –dices mientras clavas/ tu mirada en el pálido trasluz--¿qué es huevo frito? ¿Y tú me lo preguntas?/ ¡Huevo frito eres tú!”. Góngora, entre otros, se mofó del drama de la mitología griega de Hero y Leandro, toda una tragedia, con estos versos: “El amor, como dos huevos/ quebrantó nuestras saludes/ Él fue pasado por agua/ yo estrellada por fin tuve”.  Una anciana friendo huevos inspiró a Velázquez y el huevo frito forma parte del surrealismo de Dalí. Aquella anciana que fríe huevos en una vasija en lugar de una sartén –“la sartén es el espejo de los huevos fritos”, dijo Gómez de la Serna—inspiró un texto delicioso de Andrés Catalán y Ben Clark en su poemario al alimón Mantener la cadena de frío: “lo que el cuadro/ nos hurta --¿será ciega?—es la certeza/ de que hay algo exterior a tanto esmero,/ de que el tacto es el motivo y que los ojos/ salvan muy poco o nada aunque congeles/ la vida, cuando pretendas/ que nunca acaben de freírse esos tres huevos?”
¿Tres? La liturgia dice que deben ser dos y en aceite de oliva. Lo del aceite ya lo dijo Averroes en su Kilab al kulliyat fi i tibb: “ cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos”, y lo del par el ya citado Juan Pérez Zúñiga “A nadie se le corre pedir un huevo, ni tres, ha de ser un par…los dos huevos están destinados al presentarse al mundo en parejas, como la guardia civil”. Y antes, mucho antes, Juan Luis Vives (1492-1540) en su obra La comida estudiantina ya recomendaba dos huevos fritos. Habrá que viajar hasta la Edad Media, al menos, para encontrar su origen o quizá más allá, pero de lo que no cabe duda es que han formado parte de nuestra literatura desde el Siglo de Oro hasta ayer mismo, seguramente.
Los huevos fritos están el Leopoldo Alas Clarín, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Azorín, Felipe Trigo… siempre citados como algo doméstico y “humilde”, como ya aseguró Richard Ford en Gathering from Spain, y cuando se incorporaron al turismo, ay, algo ocurrió porque Josep Plá en Lo que hemos comido afirma que “la decadencia de los huevos fritos en la Península es una mala noticia”. Decadencia que atribuye al turismo, según le cuentan sus allegados. Dejaron de ser eso que Juan Eslava Galán denomina “huevos como Dios manda”.
Dios o más bien la religión anda detrás de la polémica por los duelos y quebrantos, que requieren de un capítulo especial: ¡La que preparó Cervantes, citándolos en la dieta de Don Quijote”.  Hasta el propio Diccionario de Autoridades rectificó y donde eran “tortilla de huevos y sesos” pasó a ser “olla que de los huesos quebrantados y de los extremos de las reses que se morían o desgraciaban”. La polémica viene de lejos –se hace eco de ella la Pardo Bazán en sus recetarios—y ha terciado gente muy ilustre y preparada. Se ha pensado durante mucho tiempo que “duelos y quebrantos” eran huevos con torreznos, lo que colisionaba con toda la tradición religiosa de ayunos y abstinencias, y también con la definición que da el Tesoro de


la Lengua, de Covarrubias, de “la merced de Dios”, que eran tal cosa: huevos y torreznos. Y si no lea: “En las casas proveydas y concertadas de ordinario tienen provisión de tozino, y si crían sus gallinas también ay huevos; si viene a deshora el güesped y no ay que comer el señor de casa dize a su mujer ¿qué le daremos de cenar a nuestro güesped que no tenemos qué? La mujer responde callad, marido, que no falta la merced de Dios; y va al gallinero y trae sus güevos y corta una lonja de tozino, y frielo con los güevos, y dale a cenar una buena tortilla que se satisfaze, y de ahí quedó llamar a los güevos y torreznos la merced de Dios” Y, entonces, los duelos y quebrantos, ¿qué son? A decir de los especialistas y del diccionario de 1925 “fritada hecha con huevos y grosura de animales”, entendiendo por esta menudos y asadura –lo que lleva nuestra chanfaina—que se recogía de los mataderos el jueves y se consumía los sábados porque no se consideraban carne como tal y no vulneraban los preceptos del ayuno y la abstiencia. Hay, para mayor abundamiento un magnífico y documentado artículo de Julio Valles sobre el tema que lo ilumina todo. En Castilla, recordamos, se llamada al sábado “día de grosura”.
Naturalmente, la polémica está ahí, en los libros. José López Navia sostiene que son un revuelto de sesos, extremidades y asaduras. Juan Antonio Pellicer vincula los duelos y quebrantos al pastoreo en el sentido antes expuesto. Y Américo Castro alude al sentimiento y el faltar a su ley para señalar que duelos y quebrantos era lo que sentían cristianos nuevos o moriscos obligados a consumir este plato. Si en una comunidad se ha vivido esta polémica con enorme interés es en La Mancha, donde, para complicarlo todo más se conoce a los huevos con torreznos como “chocolate de La Mancha”, quizá porque era desayuno habitual… o puede que deseado.
Después de todo ello me sucede algo parecido a lo que cita Emilia Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa, que “una fuente de chorizos y huevos fritos desencadenó la sed ya alborotada con la sal del cerdo”. Y sí, los huevos fritos pueden ser, como dice Felipe Trigo en El papá de las ballenas, “plato de tabernas”, pero bien hechos están muy lejos de ser algo humilde sino más bien lo contrario. Una joya. Espero que también lo vea así.