miércoles, 25 de mayo de 2016

Una de callos con historia y literatura

Me quedo con la callada por respuesta cuando se trata de callos. Porque me gustan y porque como dijo Enrique Sepúlveda “los callos tienen prosapia y efemérides arqueológicas y tendencias igualitarias: figuran en el repertorio de todas las fondas de lujo y en el cartel de todas las tabernas”. Cita a Sepúlveda Ángel Muro en su “Practicón”, donde se confiesa devoto de este guiso que nació entre pobres que acudían a los mataderos a recoger lo que nadie quería y hacer con esos bofes un plato de subsistencia que el tiempo y el ingenio hicieron exquisitos mezclándolos con garbanzos, arroz, hortalizas, especias y otros menudos de reses. “Revoltillos hechos de tripas con algo de callos del vientre”, se dice en Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, dando entrada al guiso en la literatura por la puerta de la picaresca y apoyada por otro del género, Estebanillo González,  que decía “ser único en el caldillo de los revoltijos y en el ajilimoje de los callos”, una reseña que cita María Inés Chamorro en su “Gastronomía del Siglo de Oro español”. Pero antes de ese tiempo de hambrunas los callos existían ya: Joan Corominas lleva el origen de la palabra al siglo XII y su aparición impresa en 1599.
Los callos se han movido entre la literatura, las guías gastronómicas y las cartas de los restaurantes, y naturalmente entre los recetarios de cocina. El primero, el de un cocinero colegial, Domingo Hernández de Maceras, del Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca, que en 1605 publica sus recetas y entre ellas encontramos “de manjar blanco de callos” que se hace, explica, “a falta de gallina en día de sábado”. Desde entonces, los callos han estado en los recetarios y no solo los denominados “callos a la madrileña” sino otros nacionales y extranjeros. Pensemos que, por ejemplo, Antonio Campins Chaler recopiló y publicó “Las mejores recetas de callos” que subtituló como “la vuelta a España en ochenta callos”. El ya citado “Practicón” recoge callos franceses e italianos, y otro tanto hace María Mestayer de Echagüe, marquesa de Parabere, en su enciclopedia culinaria “Cocina completa”. Sin embargo, ay, los callos a la madrileña han abducido prácticamente a todos los demás.
Las recetas de los callos a la madrileña están ahí, o sea, en los recetarios e internet. Cada maestrillo tiene su librillo y especificar el canon del guiso no es fácil. Juan San Pelayo, cronista de Madrid, aseguraba que los verdaderos callos a la madrileña venía a ser un juego de proporciones: “por cada dos kilos de callos el guiso debe tener uno de manos de ternera y medio de morro de vaca”. Carlos Pascual, en su “Guía gastronómica de España” (1977)  explicaba que “los auténticos callos madrileños llevan solo eso, los callos, con el añadido de tomate, cebolla, laurel y tomillo. Pero si son especiales o ilustrados, como se les llama, se les añade morcilla, chorizo, pedacitos de jamón” y añadía que “hay incluso una receta sofisticada que le encantaba a Isabel II, que lleva un picadillo de almendras o avellanas y alcaravea”. Es cierto que la tradición ha etiquetado a Isabel II como gran aficionada a comer callos y también el morro de sus amantes en los reservados de Lhardy, restaurante clásico de Madrid famoso, entre otras cosas, por sus callos y con alguna anécdota relacionada con estos que recoge Muro entre otros. Ángel Muro, precisamente, cita que “Doña Isabel II era –y aún lo es—muy aficionada a este manjar, los callos”. Lo escribió en 1895 y lo recogió casi un siglo más tarde Lorenzo Díaz en “Ilustrados y románticos” donde reproduce esa famosa receta isabelina o al menos dice que está copiada de un libro escrito por un cocinero de Palacio del tiempo de Isabel II. Digamos que además de un guiso con su especiado le añade canela, piñones y avellanas.
La anécdota que suele citarse de los callos de Lhardy reconoce en el fondo ese doble carácter de tabernario e ilustre de los callos. Se trata de un enfrentamiento entre los callos de Lhardy y los de una conocida taberna de la época. Mikel Corcuera en su libro “Recetas de leyenda” admite ese aspecto de los callos: “de tabernarios a restaurantes de lujo”. Antes que él, Néstor Luján y Juan Perucho en su imprescindible “El libro de la cocina española” aseguran que “es plato que han pasado de ser algo tabernario a tener una entidad considerable”. De hecho reproducen la receta de uno de los cocineros más elegantes, Teodoro Bardají.
Entre las tabernas más famosas de Madrid está sin duda la de Antonio Sánchez, protagonista de “Historia de una taberna”, de Antonio Díaz-Cañabate, que tenía su sede en la calle Mesón de Paredes, 13, cerca de Tirso de Molina, que tuvo, en efecto, fuerte personalidad taurina y tenía además entre sus especialidades, los callos. De tabernas sabía como pocos Ramón Gómez de la Serna, que interpretó Madrid como pocos y dejó escrito aquello de “eternamente serán los callos un plato sucio, como preparado por los callistas y pedicuros”. También Julio Camba trajinó lo suyo por las tabernas y en especial por Casa Ciriaco, que siempre presumió de tener entre sus especialidades los callos. La Condesa de Pardo Bazán, buena amiga de Ángel Muro, llevó a sus recetarios “callos presentables” y a la madrileña. A Benito Pérez Galdós le ponía malo malísimo el afrancesamiento de las denominaciones de las recetas y que “trippes a la mode de Caen” fueran en realidad callos a la madrileña. Alguien describió a los personajes de Arniches como comedores de churros y callos. Incluso Vázquez Montalbán no pudo eludir este guiso y en su novela “Asesinato en el comité central” pone en boca en Leveder que “el mejor caviar es iraní y los mejores callos los de Lhardy” al tiempo que anima a Carvalho a llevarse a Barcelona un taco de callos en gelatina que venden abajo, en la tienda del restaurante. Pero no todo el mundo siente por este plato la misma pasión: Emilio Alarcos en “Comer y cantar” escribe que no soporta “la plástica torpeza mucilaginosa de los callos”.
Frente a ello están las descripciones de los entusiastas. Muro, que oferta la más auténtica de las recetas tabernarias de los callos madrileños recomienda comerlos “muy calientes y bebiendo mucho vino blanco… y se chupa uno los dedos…no se pueden comer sino abrasando”. El ya citado Carlos Pascual escribe que “después del cocido los callos a la madrileña se inscriben en la categoría de honor junto a otros callos universales, como las tripas a la moda de Caen o las trippe de blue alla milanesa y por supuesto muy por delante de otros callos nacionales, de los de Oviedo, de los andaluces, más sosos; de los gallegos, que añaden garbanzos; de los vizcaínos, que quitan el morro; de los catalanes…” Qué gran elogio hace Manuel L Alonso en “Pan, amor y grelos” a los bares coruñeses en una historia de amistad, amor y gastronomía espléndida cuando se refiere a ellos como “bares donde se resisten a despachar bocadillos porque esa no es comida decente para un cristiano y si pides una tapita te sirven un plato de callos con garbanzos”. Pero para salivar leyendo sobre callos me quedo con “El banquete de don Jeremías” en el libro “El festín de las letras”, su autor, Pedro J. González Gómez, escribe las sensaciones del protagonista ante unos callos a la madrileña “paladear esos bocados tenues, bien pimentados, a los que se asoma la presencia del comino aromando la bien trabada gelatina y en los que alienta el fuego inflamador de la guindilla, es placer reservado a los elegidos…”
No se me ocurre colofón mejor a este texto sobre los callos. Hay más, pero quizás para otro día.