lunes, 23 de septiembre de 2013

Lazarillo de Tormes y Gastronomía

Esta tarde, en Salamanca, he participado en el ciclo "Recita a ciegas" con una conferencia sobre el Lazarillo de Tormes y la Gastronomía. Aquí va el texto: 
         
La gastronomía del Lazarillo del Tormes

Preámbulo.
No se puede entender Salamanca sin el “Lazarillo de Tormes”. La novela sitúa el nacimiento del personaje en Salamanca, en un molino de la entonces villa de Tejares y hoy barrio del municipio de Salamanca; en medio del río Tormes, de ahí el apellido literario de nuestro Lázaro.
Una Salamanca de estudiantes, con un Mesón de la Solana real y un toro de la puente, igualmente, real.
Un toro que, entonces, daba y quitaba dones: los estudiantes que pasaban el límite que marcaba, tenían el tratamiento de “don”, que perdían cuando al salir de Salamanca lo dejaban atrás.
Eligió bien el ciego ese toro para que Lázaro recibiera su primera lección y con ella el don de arriesgar para sobrevivir, sabiendo un punto más que el mismo diablo, del que ya teníamos noticias de Salamanca, gracias al Marqués de Villena.
Así como en Santiago uno golpea la cabeza en un punto de su catedral para que se le abran las puertas al conocimiento, algo parecido debería hacerse con el toro salmantino.
Los dones, el toro de la puente, los quita y los pone, decía el refrán de la época.
Hoy, junto al toro, que ha cambiado de sitio unas cuántas veces y que estuvo a punto de perderse para siempre en las aguas del Tormes, están el ciego y su lazarillo, nuestro Lázaro, inmortalizados por Agustín Casillas.
Lázaro, nuestro Lázaro, cuyo verdadero nombre era Lázaro González Pérez, hijo de Tomé y Antona, ha trascendido la literatura para convertirse en la referencia de los perros que guían a nuestros invidentes o las personas que les acompañan. Los lazarillos.
Hoy, cuando queremos decir que alguien es nuestro guía, decimos que es nuestro lazarillo.
Pero también decimos que somos hijos del Lazarillo del Tormes cuando justificamos ciertas prácticas picarescas.
Cuando me informaron de este ciclo –Recita a ciegas—sugerí esta intervención por todo lo que Lázaro significa para el mundo de la discapacidad visual y para Salamanca, y también porque el universo se puede ver a través de la literatura, y el planeta de la gastronomía no se escapa a ello.
A mayores, el “Lazarillo de Tormes”, es un libro que habla de la fortuna, de la suerte, del azar, algo de lo que la ONCE, patrocinadora de este ciclo sabe mucho. Uno cree que la fortuna requiere de inversión, como cree ciegamente que las musas se le acercan a uno cuando está trabajando. Y así, Lázaro nos dice al final, cuando la vida le sonríe, cuando es afortunado, que “todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré”, que en su caso fue un oficio real, pregonero.
Y aquí estamos.






Introducción.

Sostiene Miguel Ángel Almodóvar, autor del libro “El hambre en España” que “El Lazarillo de Tormes” constituye un repertorio biográfico del hambre.
Por el libro que esta tarde nos reúne aquí desfilan personajes a cada cual más hambriento que, sin embargo, se permiten tener un criado: Lázaro.
Esta contradicción es una más de ese tiempo de España conocido como Siglo de Oro, que lo fue en las artes, sin duda, pero no en la vida cotidiana de la gente. El mundo nos veía como un imperio y mientras, los españoles, morían de hambre. Hoy diríamos que las cifras macroeconómicas eran buenas, pero no así las microeconómicas.
En este marco de hambrunas nació un género literario, la picaresca, marcado sobre todo por la lucha de sus protagonistas contra los elementos para sobrevivir.
Hijos de ese género, quizás del propio Lazarillo o hermanos, son la “Vida y obras del pícaro Guzmán de Alfarache”, de Mateo Alemán; “La vida del escudero Marcos de Obregón”, de Vicente Espinel; “La Historia de la vida del buscón llamado don Pablos”, Francisco de Quevedo; también podrían incluirse algunas “Novelas Ejemplares” de Cervantes, como “Rinconete y Cortadillo” o “La Pícara Justina”.
Por cierto, déjenme señalar que uno de estos pícaros, Marcos de Obregón, también estuvo en Salamanca y tuvo palabras de elogio para un ilustre ciego salmantino: Francisco de Salinas. “Vi al abad Salinas, el ciego, el más docto varón en música especulativa que ha conocido la antigüedad…”
Este conocimiento musical de un pícaro quizá tenga que ver con el hecho de que su creador, Vicente Espinel, era guitarrista y poeta.
Sin embargo, pocos saben que la palabra “pícaro” tiene que ver con la cocina.
Pícaro, dice Corominas en su “Diccionario Etimológico”, era también el pinche de cocina, y con este sentido aparece en nuestra lengua en 1525, concretamente en  la traducción al castellano del “Libro de guisados” de Ruperto de Nola, o sea, más o menos cuando se está cocinando nuestro “Lazarillo de Tormes”.
Los pícaros están íntimamente vinculados a la cocina. Lo sabemos por Ruperto de Nola, pero también por Martínez Montiño, cocinero del rey, que advierte de su presencia en las cocinas por el daño que ocasionaban.
Quizá sea casualidad, pero la madre de Lázaro de Tormes, además de mujer de molinero, fue guisandera: “metiose a guisar de comer a ciertos estudiantes”.
Quizás por esos años ya estaban entre las cocinas Domingo Hernández de Maceras, autor del  “Libro del Arte de Cocina”, en el que reunía sus conocimientos culinarios desarrollados como cocinero del Colegio Mayor de Oviedo, en Salamanca.
 Su recetario fue uno de los primeros de España.
Probablemente, la madre de Lázaro atendiera una “gobernación”, que como Luis Enrique Rodríguez-San Pedro Bezares describe en su libro “Vida estudiantil” en los Siglos de Oro, era un grupo de estudiantes concertados con una persona por aposento y servicio, que incluía lavar la ropa, hacer camas, aderezar y guisar comidas, por ejemplo. También es posible que guisara para estudiantes en un mesón o posada, donde se alquilaban habitaciones. Incluso de un pupilaje, o sea, una casa con más control por parte del pupilero, y calidad de servicio muy variada. Covarrubias nos describe un pupilo como “los que están a la orden de su bachiller, que le da lo han menester para su sustento y gobierno por un tanto, y a esta casa llaman pupilaje”.
Fuera la modalidad que fuese, aquello no era seguro y “por evitar y quitarse malas lenguas, se nos dice, fue a servir a los que al presente vivían en el Mesón de la Solana”.
El Mesón de la Solana existió, como existieron el de los Toros o el del Rincón.
Cuando el autor del Lazarillo escribe la obra, no existe la Plaza Mayor sino una Plaza de San Martín enorme, que acoge dicho Mesón, entre otros, aunque este era, sin duda, el más importante de la Plaza. De ahí su inclusión.
En 1708, en el Mesón de la Solana, además de otros reparados interiores, hubo que rehacer la solana que le daba nombre y en los documentos sobre construcción de la obra de la Plaza Mayor su nombre aparecerá con frecuencia. Dos datos que confirman su existencia, como existen todos los escenarios en los que se desarrolla la novela.
Hoy, el lugar que ocupó ese Mesón de La Solana, es la cafetería de Las Torres, aunque ninguna placa lo señale o lo recuerde, siendo, probablemente, uno de los primeros establecimientos de hostelería –quizás el primero—que aparecen en nuestra Literatura.
Por cierto: el mesón, en el “Lazarillo de Tormes”, es un diversorio o casa pública y posada a donde concurren forasteros de diversas partes, y en el que se les da albergue para sí y para sus cabalgaduras. Es así como se describe a los mesones en el “Tesoro de la Lengua Castellana”, de Sebastián de Cobarrubias.
La figura del mesón también está presente en otras páginas del Lazarillo. Cuando el ciego y él llegan a Escalona entran en un mesón y le encarga que vaya a una taberna a por vino.
El ya citado Tesoro de la Lengua castellana deja clara la especialización de este local, la taberna: “donde se vende vino” y añade que en Salamanca el lugar donde los forasteros lo venden es llamado tablado.
Es en ese mesón de Escalada donde Lázaro le cambiará al ciego la longaniza por un nabo, un asunto al que volveremos más adelante.


El pan

Cuando la madre entrega a su hijo al ciego en ese Mesón de la Solana, el libro ya nos ha dado algunos apuntes de la alimentación de supervivencia de la familia de Lázaro: el negro Zaide les traía “pan y pedazos de carne”.
El pan era entonces el alimento básico y la carne, lo extraordinario, con la excepción de la que se conseguía en mataderos de desecho, la llamada de sabadiego, que dará lugar a nuestra chanfaina.
El pan era básico. Era uno de los vértices del triángulo de la alimentación española de ese momento: carne, vino y pan. Triángulo que encontraremos en el capítulo del Escudero cuando le envía al mercado a Lázaro para que compre: pan y vino y carne.
El pan era la fórmula básica de consumo de cereales. Todas las clases sociales comían pan, pero en el caso de las clases populares era el “producto dominante”, según lo describe María de los Ángeles Pérez Samper en su libro “La alimentación en la España del siglo de oro”, quien recuerda además que “El pan no era un alimento complementario como lo consideramos ahora, era el alimento central para la mayoría de la población.
El Fuero de Salamanca redactado tras la repoblación distingue a los hombres por el pan, si es suyo o dependen del pan de otros. El pan es además ofrenda y se reparte entre los mendigos en los funerales. También hay panes rituales, relacionados con diversos oficios.
El pan aparecerá a lo largo del Lazarillo. Va en el fardel de lienzo del ciego. Lo racanea el clérigo hasta el punto de no dejar ni migas sobre el mantel: todo lo guardaba en el arca. Se vende en las plazas por las que pasan de largo Lázaro y el escudero, a quien debe de alimentar nuestro paisano; y lo compra nuestro Lázaro mandado por él, quien le entrega un mísero real y le dice: Toma, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano: ve a la plaza y merca pan y vino y carne. ¡Quebremos el ojo al diablo! Delirante.
Un pan, seguramente, moreno, que era el pan de los pobres, como apunta María Inés Chamorro en el libro “Gastronomía del Siglo de Oro español”, mientras que el pan candeal o tremés, era para las mesas nobles.
El refranero lo deja claro: pan de centeno, para tu enemigo es bueno; pan de mijo, no se lo des a tu hijo; pan de cebada, comida de asno disimulada; pan de panizo, fue el diablo quien lo hizo; pan de trigo candeal otremés, lo hizo Dios y mi pan es.
Juan Eslava Galán asegura que “los humildes mataban el hambre con gachas y diversos majados de trigo o cebada hervidos con agua o leche, entre ellas las zahínas, las talvinas y los formigos”.
El pan escaseaba, lo vemos en el Lazarillo casi en forma de mendrugos. A pesar de ser un elemento fundamental de la dieta de la época, se miraba, se medía, incluso en los colegios mayores salmantinos, como en el de Oviedo, en el que se establece que “para refectorio no ha de darse más de un panecillo para cada persona, y otro panecillo para la escudilla de los gatos; también han de dar un panecillo al cocinero, cuando hubiere mostaza, perejil u otra salsa, o para los guisados, que no sea excesivo”. Esos panecillos pesaban media libra, o sea, 230 gramos aproximadamente. Y los panecillos para el cocinero eran, con frecuencia, para espesar las salsas.



La carne.

Si el pan era el alimento básico, la carne era el extraordinario. Era el alimento más deseado y más valorado de todos. La carne separaba a las clases sociales de la época: estaban los que comían carne y los que no. Y dentro de los que las comían, encontramos a los que comían volatería o carnero: la volatería era la excelencia, el carnero era la carne más popular.
La carne, de alguna manera, retrataba social y económicamente al ciudadano, de ahí que Cervantes, al comienzo de su “Quijote”, utilice la comida y muy especialmente la carne para presentarnos a su protagonista cuando describe su dieta:
          Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda
         Esa olla de algo más de vaca que carnero, nos recuerda el dicho de la época que sentenciaba: vaca y carnero, olla de caballero, lo que indica que Alonso Quijano era caballero, sí, pero venido a menos.
Juan Eslava Galán en su libro “Tumbaollas y hambrientos” proclama que para los pobres “la carne ni por el forro, fuera de gatos, sabandijas y casquería”. La carne no estaba casi nunca al alcance de las clases populares, aunque fuese el alimento preferido de los consumidores, en palabras de Julio Valles Rojo en su estudio sobre la alimentación de los siglos XVI y XVII, en el que detalla, además, las preferencias: carnero, en primer lugar; luego ternera, y después cabrito, puerco, cabra, vaca, oveja y cabrón cojonudo.
En el Lazarillo aparece igualmente la carne. Se la traía el negro amante de la madre, como hemos visto. Pero en otras partes del libro se habla de las cabezas de carnero: “En Maqueda era costumbre el sábado comer cabezas de carnero, y el clérigo le envía a por una dándole tres maravedíes, y dice Lázaro que la cocía y comía los ojos, y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenía. Y dábame todos los huesos roídos al tiempo que le decía: toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Tienes mejor vida que el Papa. 
En otra parte, nuestro Lázaro cuenta que al pasar por la Tripería pidió a una de aquellas mujeres “un pedazo de uña de vaca y otras pocas de tripas torcidas”.
Es preciso detenerse en este asunto. Por un lado, como dice Julio Valles, “los llamados despojos, sobre todo vísceras, manos, pies y cabezas eran muy apreciados”. En el caso de carnero, los menudos, y los pingarejos o pulgarejos, o sea, el vientre, con manos y cabeza, bazo, callos, corazón, hígados, riñones, sesos… lo que hoy llamaríamos casquería. Género de esta Tripería citadas. Algunas de estas piezas, como la lengua, fueron tan demandadas que fue necesaria regular su venta.  Estos despojos eran la comida cotidiana de las clases menos favorecidas, que en algún caso hacían guardia en los mataderos para pillar algo y poderlo comer en sábado ajenos a las restricciones religiosas alimenticias. Y decimos bien el sábado, porque las restricciones religiosas al consumo de carne casi alcanzaban a todo el año: no veía bien la Iglesia el consumo de carne. Pero existió una fórmula conocida como “abstinencia atenuada” según la cual se permitían el consumo de despojos ese día: los famosos sabadeños castellanos o los sabadiegos leoneses. Un hecho que llama la atención a los viajeros de la época.
Un guiso con algunos despojos ya citados es el origen de nuestra muy salmantina chanfaina, que en su esencia es callos, menudos de cordero y sangre, a la que se le añadió más adelante el arroz.
En el capítulo dedicado a su vida con el escudero, Lázaro le muestra a éste “pan y tripas”, que la buena gente le había dado, y que comienza a comer ante la mirada de deseo del hambriento escudero. Esa “tripa” resultó ser uña de vaca, que el hambriento escudero describió como “mejor bocado del mundo”. En este diálogo se dice, también, que esa uña con almodrote está insuperable.
El almodrote era una salsa muy popular en la cocina española hecha con aceite, ajos, quesos y otras cosas.
Tan popular como el almodrote era el gato, que no aparece en el Lazarillo del Tormes pero sí está presente en la cocina de ese tiempo, de donde proviene el dicho de dar gato por liebre. Hoy sabemos, también, que en el Siglo de Oro madrileño se comieron igualmente muchos perros.
De ese tiempo, en el que uno no sabía si tenía delante una liebre, un cabrito o un gato viene el siguiente conjuro:
         “Si eres cabrito
         Manténte frito,
         Si eres gato,
         Salta del plato”.

Naturalmente, el “Lazarillo de Tormes”, en el que tan presente está nuestra despensa y sus carencias, no podía olvidarse de la gran referencia culinaria del Siglo de Oro que es la “olla”.

La olla

En la olla cabía de todo. También la uña de vaca que vimos antes. En la olla todo cabía y la olla está presente en prácticamente toda la literatura de ese tiempo. Calderón la llama “la princesa de los guisados”. Lope la lleva a su teatro. Baltasar del Alcázar a su poesía gastronómica. Y Quevedo a otra obra maestra de la picaresca, El Buscón, repleta igualmente de referencias gastronómicas. La poderosa olla en El Buscón se hace agua con un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo de la olla, y para él se van todos los dedos de los hambrientos comensales del pupilaje del señor Cabra, que proclama “cierto que no hay tal cosa como la olla, digan los que dijeren; todo lo más es vicio y gula”. A la vista de un nabo aventurero dando vueltas en el caldo, Cabra afirma que “no hay perdiz para mí que se iguale con el nabo”. Para rematar Quevedo con estas líneas: repartió a cada uno tan poco carnero que, entre lo que se les pegó en las uñas y se les quedó en los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de los participantes.
No se puede describir mejor la miseria y el hambre.
Tirso de Molina nos dice en “La Dama del Olivar” que en el medio rural se hacen dos comidas: la olla, de cena, las migas para desayunar.
La olla también aparecerá en el capítulo del escudero cuando habla de escudillar la olla, o sea, servirla.
No hay una receta de la olla.
Depende de las posibilidades y los gustos, pero todo cabía en ella, como puede comprobarse leyendo los versos de Lope en “El hijo de los leones” donde relata ingredientes como buen carnero y vaca gorda, gallina, gallo, liebre, pernil de tocino, longaniza, chorizo, dos palomas, ajos, garbanzos, cebollas y otras zarandajas.
En su libro “La mesa del Buscón”, Xavier Domingo, nos dirá que “Lo que fue la olla en el siglo XVI, XVII y XVIII, degenerará en puchero, el casi plato único de los españoles del siglo XIX y en el cocido madrileño, andaluz, extremeño o pasiego y tantos como tantas autonomías se quieran en nuestro siglo XX cambalache”.


El embutido y otros alimentos.

Insistamos en la carne para hablar de la “negra longaniza”. Esa longaniza que lleva el ciego, que saca de su fardo y pone al fuego mientras envía a Lázaro a por vino. Nuestro pícaro le dará el cambiazo y en su lugar el ciego tomará un nabo que meterá confiado entre dos rebanadas y que descubrirá al morder: “hallose en frío con el frío nabo”.
Cuando hablamos hoy de una longaniza negra lo hacemos de una morcilla. Pero hubo un tiempo en el que todas las longanizas lo eran por la sencilla razón de que no se había extendido por España el pimentón, cuyo origen es americano. En 1796 el Diccionario de Autoridades no habla del pimentón al definir chorizo. Un siglo antes, Quevedo, escribía de los “negros chorizos”. Pero curiosamente, cincuenta años después de publicarse el Diccionario de Autoridades, ya entrado el siglo XVII, Ramón Bayeu pinta al choricero de Candelario y los chorizos que llevan son rojos. El pimentón comenzaba a formar parte de nuestra gastronomía chacinera.  Dejemos margen para pensar que la “negra longaniza” fuese morcilla, que ya aparece descrita en el recetario de Ruperto de Nola, contemporáneo del Lazarillo.
Así pues, en las primeras páginas del Lazarillo nos encontramos con lo clásico de la despensa de ese tiempo: el pan, la longaniza, la olla y la carne, tanto la de despojos, como seguramente otra de más calidad cuando se refiere Lázaro a que su amo, el clérigo, para comer y cenar tenía cinco blancas de carne como gasto diario, cuyo caldo compartía con Lázaro, así que cabe suponer que hacía una especie de sopa u olla pobre con ella.
Hay otros alimentos en estas primeras páginas que también están en la despensa básica de ese tiempo: el tocino, los torreznos y las uvas.
El tocino se emplea sobre todo para la cocina a falta de aceite, pero también para acreditar la condición de cristiano.
Los moros y judíos han sido expulsados y se mira mal a los conversos. Se viaja con un pernil, tocinos y torreznos a modo de pasaporte de cara a la autoridad, y cuando uno se quiere meter con alguien le acusa de converso.
         “Yo untaré mis obras con tocino,
         Porque no me las muerdas, Gongorilla….
Escribe Quevedo en contra de Góngora.
Por lo demás, una mirada a los recetarios de la época dejan claro que el tocino es el aceite de nuestra cocina de hoy.
A las uvas y al vino le dedicaremos un apartado especial más adelante.
El autor del Lazarillo también hará referencia a “lechuga murciana”, “limas o naranjas”, “melocotón”, “duraznos” o “peras verdiales” cuando se coloca con el bulero, alimentos que califica de cosillas de poco valor y sustancia, y con los que se gana el favor de los curas para vender bulas.
Encontramos también palominos, como referencia de la riqueza que quizá tenga en su pueblo el escudero.
No son los palominos los únicos citados en este capítulo: también nos habla de tronchos de berza, con los cuales se desayuna el bueno de Lázaro viendo a su amo el escudero flirtear con dos mujeres.
Con relación a la lechuga y la berza, es preciso comentar que las verduras y legumbres eran complemento de la dieta, y estaban muy presentes en las ollas, aunque en ese tiempo ya estaban en los recetarios las ensaladas. Pérez Samper nos dice que entre las clases populares las “legumbres, habas, judías, garbanzos y lentejas eran muy frecuentes… eran productos abundantes, baratos y nutritivos, que saciaban el apetito”.
Las frutas citadas: limas, naranjas, melocotones (el durazno es una variedad) o peras, están presentes en los recetarios, como el de nuestro cocinero Hernández de Maceras, pero tenían en su contra el criterio de los médicos, que entonces no veían la fruta fresca como un alimento saludable. Pero se comía, por su sabor y su accesibilidad. Y se reclamaba sobretodo la llamada fruta seca, los frutos secos, que diríamos hoy. O las conservas de fruta, en arrope, por ejemplo. Fruta conservada en miel y que aparecen referenciadas en el Lazarillo como “conservas de Valencia” con la consideración de exquisitas.



El vino

El vino es la perdición de Lázaro. Lo dice él mismo: “estaba hecho al vino y moría por él”. Y en más de una ocasión estuvo cerca de perder la vida, ciertamente. Recordemos el episodio en el que gracias a una paja larga le sisa vino al jarro del ciego después de haberle hecho un agujero que tapaba con cera.  Recordemos cómo el escudero le envía a comprar pan, carne y vino: los vértices de ese triángulo de la alimentación pobre del Siglo de Oro. Y finalmente recordemos cómo termina sus días pregonando vinos.
El vino, entonces, es aún considerado un alimento, como lo era en el Fuero de Salamanca. El vino estaba en todas las mesas o al menos todas las mesas intentaban que hubiese vino en ellas. María Inés Chamorro nos dice que eran vinos suaves, del año, jóvenes, de garnacha y malvasía, preferentemente. El vino se bebía a todas horas, como señala Sancho: “bebo cuando tengo gana, cuando no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer melindroso o mal criado”, aunque nadie ha elogiado al vino mejor que nuestra Celestina: de noche es el mejor calentador de cama…de vino forro mis vestidos cuando viene la Navidad, me calienta la sangre, me sostiene, me hace andar siempre alegre, me para fresca. Quiero verme sobrada de él en casa, para no temer el año, pues me basa con un cortezón de pan ratonado para tres días. Me quita la tristeza del corazón más que el oro y el coral, da esfuerzo al joven y al viejo, fuerza. Da color al descolorido, coraje al cobarde, diligencia al flojo, conforta los cerebros, saca frío del estómago… más propiedades diría del vino. Sólo tiene una tacha (un pero), que el bueno es caro, y el malo hace daño, así que con los que sana el hígado enferma la bolsa.
El vino está presente en toda la literatura del Siglo de Oro y de forma clara en la picaresca, como lo está en la vida diaria de los españoles: “El vino” –dice María de los Ángeles Pérez Samper—“era mucho más apreciado por sus cualidades calóricas, higiénicas y euforizantes…El vino era en la España moderna la bebida ordinaria”. De una de esas cualidades, las higiénicas, tenemos alguna muestra en el Lazarillo:
         Cuando el ciego descubre que Lázaro le sisa vina con una paja le golpea con la jarra “rompiéndosela por muchas partes”. Le quebró los dientes, que perdió para siempre. Y entonces, el ciego, le lava con vino las roturas que con los pedazos del jarro le había hecho al tiempo que le decía: “¿qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud”.
         El mismo ciego le vapulea cuando descubre el cambiazo de la longaniza por el nabo, y de nuevo con el vino que la mesonera y los clientes que asisten a la paliza les han traído, le lavan las heridas, mientras el ciego explica que “más vino gasta este mozo en lavatorios al cabo del año, que yo bebo en dos” y “si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, ese serás tú”.
Julio Valles Rojo insiste en la condición del vino de artículo de primera necesidad, bebida en el desayuno, comida y cena, pero llama la atención sobre su calidad y condiciones higiénicas, además de la picaresca de “bautizarlo”. Y eso a pesar de ser un artículo muy regulado. Muy curioso en este sentido el razonamiento del doctor Pardo que aseguraba que el vino ayudaba a la buena conservación del agua porque la protegía y prolongaba más, porque el agua mitiga y apaga la sed, pero no sirve de alimento al cuerpo.
Lázaro, pues, termina su vida, al menos en la primera parte de ella, pregonando vinos, que es oficio real. En realidad, pregonero. Y señala que no le va mal, porque en toda la ciudad, el que quiere vender vino u otra cosa se ha de entender con él si quiere sacar provecho. Y le va bien, según confiesa, de ahí que un arcipreste le case con una doméstica que tiene en casa, que califica de buena hija, diligente y servicial a la que el arcipreste da trigo, carne por Pascuas y panes. Quizá, dicen las malas lenguas, porque el arcipreste y ella tiene algo más que una relación laboral. Pero después de todo lo que Lázaro ha pasado la vida, a pesar de todo, le sonríe por fin. Y lo hace con ese vino que tantas desgracias le ha causado.
                            Reglas alimentarias.
Termino.
El Lazarillo de Tormes es, también, un documento en el que se recogen algunas normas relacionadas con la alimentación en un tiempo en el que aún regía el principio de que la comida debía ser tu medicamento. Y así, los galenos renacentistas, inspirados por griegos y árabes, establecieron categorías de alimentos, prescripciones y prohibiciones. Hoy, de alguna manera, nos imaginamos con al bueno de Sancho sometido al rigor del médico de Barataria con un régimen en el que prácticamente nada podía comerse.
El Siglo de Oro, de grandes mesas y enormes hambrunas, es heredero de ese pensamiento.
Me quedo con ese pensamiento que el escudero transmite al bueno de Lázaro cuando este le explica que “no se fatiga mucho por comer” lo que siempre fue alabado por sus amos. El escudero le contesta: por eso te querré más, porque el hartar es de los puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien”. A lo que Lázaro piensa para sus adentros algo que también debió pensar Sancho: “maldita tanta medicina y bondad como mis amos encuentran en el hambre”.  Una imagen similar encontramos en El Buscón de Quevedo cuando nos retrata a ese mozo famélico, “medio espíritu, tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía que se la había quitado así mismo”.
El autor del Lazarillo insiste en esa crítica hacia quienes justifican el hambre por la salud, cuando Lázaro le explica a su amo escudero que sabe muy bien lo que es pasar una noche y aún más, si es menester, sin comer.
A lo que el escudero responde que “vivirás más y más sano…porque no hay tal cosa en el mundo para vivir mucho que comer poco”,  que hace reflexionar a Lázaro que por esa vía nunca morirá y que siempre ha guardado esa regla por fuerza”.

Sostiene Miguel Ángel Almodóvar en su Historia del hambre en España, que “solo por la memoria cultural y genética de las muchas hambres pasadas podrían entenderse los actuales excesos a los que nos entregamos a la alimentación, los españoles. Solo un pueblo que ha pasado mucha hambre durante siglos y milenios puede desarrollar un gen o una enzima que permita a sus miembros trasegar las descomunales cantidades de comida y bebida que trasiegan los nuestros”
Lázaro no es más que un hambriento más en un país con unas hambrunas terribles. Una figura que nos ha hecho de lazarillo por un siglo de hambre y paradojas sociales. Un superviviente a base de ingenio. Un estereotipo: veremos muchos Lázaros a partir del Siglo de Oro y casi hasta nuestros días.