domingo, 28 de junio de 2015

Sombra y gazpacho

Ya está aquí la primera ola de calor, o como alguien ha dicho: el verano. Las alertas se disparan, en cualquier caso, y se dan mil y un consejos que pueden resumirse en uno: sombra y gazpacho.
A ello vamos.
Entrar en el lugar donde nació el gazpacho puede dar motivo a una revuelta regionalista que no viene al caso. Digamos que hay gazpachos andaluces, manchegos y extremeños, pero algún canario reivindica que el gazpacho nació allá, en su tierra. Apuntado esto y sin entrar en más detalles, el gazpacho es una sopa fría que se ha ido enriqueciendo a medida que iba creciendo nuestra despensa. Antes del tomate era ajos majados con hierbas y vinagre, con el que Testilis refrescaba a los segadores romanos allá por el 19 antes de Cristo, según Publio Virgilio Marón. En España, los íberos mezclaban agua, aceite, vinagre, ajo y pan y en vez de gazpacho lo llamaban Kaspa. Algo parecido fue lo que los legionarios dieron a Cristo en la cruz: un vinagrillo que llamaban Posca y que empleaban como reconfortante. Así fue tirando el gazpacho, o gaspachos, que decían los pastores del siglo XII para llamar también a sus galianos.
Pero en esto… llegó el tomate y todo cambió. Continuó siendo comida de segadores y gente grosera, como dice Sebastián de Covarrubias, en su “Tesoro de la Lengua Castellana”, pero iba teniendo otro sabor. Como el tomate tardó en entrar en la despensa, en 1730 el “Diccionario de Autoridades” tira por la calle de en medio y lo describe como sopa o menestra con pan, aceite, vinagre y ajos, y otros ingredientes al gusto de cada uno.
¡Bienvenidos al gazpacho moderno!
El que describió en verso Miguel Salcedo Hierro: Se machacarán de un ajo cuatro dientes/, con sal, miga de pan, huevo y tomate.
O el de un poeta que firma j.a.a.v que dice así: Un gazpacho me piden como entrante/ y hecho en el tiempo de un soneto./ Uff. Ya estoy en el primer cuarteto/ pan, aceite, sal y agua por delante
Como todo en esta vida, el gazpacho tiene partidarios y contrarios.
En el Quijote leemos: Más quiero hartarme de gazpacho que estar sujeto a la miseria de un médico, y en una canción de Sabina escuchamos: Mi primera mujer era un arpía/ pero, muchacho,/ el punto del gazpacho, joder si lo tenía,/ Se llamaba, digamos que Sofía.
Hay gazpachos de película, como el de “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, y de libro, como el de Gervasio Posadas  “El secreto del gazpacho”; pero el que quiera empaparse de gazpacho literario debe acudir al “Breviario del gazpacho y los gazpachos”, de José Briz.
El tiempo nos ha traído a este momento de gazpachos de fresa, cereza y otras frutas, espumas, crujientes y otros preparados de la alquimia gastronómica moderna que dejarían de piedra al creador de esa copla que proclama Quítate de esa ventana/ cara de burra en ayunas/ y ponme un dorniyito de gazpacho/ y esportilla de aceitunas.
En fin, el gazpacho da para mucho, así que le damos la razón a Azorín cuando reclamaba que la historia del gazpacho estuviese en los diccionarios, donde se nos dice, a secas, que es una sopa fría con aceite de oliva, vinagre y hortalizas crudas. Y a partir de aquí, imaginación. Y a discreción, que el calor aprieta.





sábado, 20 de junio de 2015

Ajos, por San Juan

Ascienden estos días sanjuaneros por la Ruta de la Plata los ajeros a la feria zamorana de San Pedro y San Pablo, pero no se quedarán ahí, aún irán más lejos, casi hasta Finisterre, que es donde los enemigos de los ajos quieren ver a estos. 
Hay entusiastas del ajo y detractores. Odiado en la Edad Media y el Renacimiento, sube enteros en la actualidad. Atrás quedan las palabras de Don Quijote a Sancho: “No comas ni ajos ni cebollas porque no saquen por el olor tu villanería”, y en sentido contrario las de Pablo Neruda en su “Oda a las papas”: “El ajo las añade/ su terrenal fragancia” y sobre estas las de Josep Pla a modo de ojo al ajo: “todos los alimentos cocinados con ajo, por poco que se te vaya la mano, sabrán a ajo…y entonces las tardes son interminables y horribles”. Pero el ajo es nuestro, de la cocina española y de todo el Mediterráneo: Julio Camba, en “La Casa de Lúculo” dejó dicho que “Todo el Mediterráneo trasciende a ajo” y en palabras de Pla “Todo el Mediterráneo huele a ajo”. Egipcios, griegos, romanos, franceses, españoles… “La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas”, dijo Camba, y en este sentido conviene recordar que la Condesa de Pardo Bazán recomendaba en sus recetarios a sus lectoras que el ajo y la cebolla fuesen manipulados por las cocineras. Esos recetarios llenos de ajos para los imprescindibles sofritos de arroces y estofados, por ejemplo.
Untado en pan, rehogado con migas frito o cocido en las sopas, en gazpacho o ajoblanco, en salsa al ajillo, mojillo o ajilimoje, en ajiaceite o alioli…el ajo forma parte de nuestra cultura culinaria, también de nuestras supersticiones y farmacia popular, siempre con las debidas precauciones no nos ocurra como a Don Quijote, que se “encalabrinó y atosigó” al percibir el olor a ajos crudos en su Dulcinea del Toboso.
Huele a ajo la Ruta de la Plata, por la que los arrieros subían y bajaban, y donde crearon el popular ajoarriero, que hubiese hecho las delicias de Luis XV, tan aficionado al cordero en su jugo y al ajo, y a Enrique IV, bautizado con vino y ajo. Por el contrario, hubiera espantado al rey Alfonso, que en 1330 prohibió acudir a Cortes a quien lo hubiera comido. Era señal de villanería, como diría Don Quijote, quizá inspirado en los clásicos: Atenea prohibió que quien comiese ajo entrara en los templos dedicados a Cibeles, pues resultaba ofensivo para la diosa de las diosas. En un Mediterráneo que olía a ajo, que consumía ajo, que guisaba con ajo su vida no debió ser fácil.
Un colaborador del famoso libro de Dionisio Pérez, Post Thebussen, “Ristra de ajos”, escribió en 1883: “sin ajo no puede haber nada bueno y grato a un paladar español, por ser el agente universal de todo adobo y de todo nutritivo alimento”.

Muchos no estarían de acuerdo con este apasionado relato del ajo.

sábado, 13 de junio de 2015

Guisantes, chícharos, pésoles, piseos, tirabeques, arvejas, arbeyus… todos son guisantes y todos pocas cosas son, y sin embargo, gracias a ellos, supimos la importancia de la herencia genética. Sí, aquello de las Leyes de Mendel, que estudiamos en el bachillerato y debemos a un señor al que, sin embargo, lo que le gustaba de verdad era la apicultura.     
Gregor Johan Mendel, cruzando guisantes, descubrió que heredamos genes y caracteres, pero nadie le creyó en 1866 cuando publicó su trabajo. Fue en 1900 cuando otros científicos confirmaron sus leyes y le situaron en la historia de la Ciencia y de paso, a los guisantes, en las hojas de los libros de bachillerato, aunque también inspiró el título del cuento de Sergui Aguilar “Mendel, el señor de los guisantes”.
Hasta ese momento los guisantes estaban en los recetarios y los libros de agricultura, que tanto cultivaron griegos y romanos, como Columela. Los griegos llamaban a los guisantes “pisones” y los romanos “pisum”. Debían gustarle mucho a los romanos los guisantes porque su cocinero Apicio inserta en su “Re coquinaria” más de una docena de recetas con ellos. Carlos el Bueno, Conde de Flandes, ordenó que en sus dominios se plantaran a partes iguales en terrenos determinados habas y guisantes para calmar hambrunas. Y Luis XIV, el Rey Sol, el hombre que hacía de sus comidas un espectáculo, era un devoto de los guisantes, como su esposa, Teresa de Austria
En Austria, precisamente, se recuerdan las hambrunas que aparecieron al finalizar la II Guerra Mundial: “el tiempo de los guisantes”, como relata Irene Baudenbauer-Schofman en su artículo “El hambre en la memoria colectiva”, en la que cita la revista femenina “Die Frau”, que en 1945 escribía “Oh, Austria mía, tierra de los guisantes verdes y amarillos”, y añade cómo por entonces la dieta era de pan y guisantes, y estos, incluso, se trituraban para hacer pan y salchichón de guisantes.
Como son poca cosa, la literatura apenas ha reparado en ellos. Eso sí, ahí tenemos el maravillo cuento “La princesa y el guisante” de Hans Christian Andersen, que narra la historia de aquella princesa capaz de detectar un garbanzo bajo varias capas de colchones: era, en verdad, una princesa auténtica.
No va de princesas, sino de la vida pura y dura “El esqueleto de los guisantes”, de Pelayo Cardelús. También va de la vida, vista con humor, eso sí, “El sentido de un
guisante”, de Rubén Negro.
El guisante, poca cosa es, ya decimos, y sin embargo vaya con el juego que da en la cocina. Salvo rellenos…y se ha intentado…los tenemos en puré, salteados con jamón y cebolla, está en una menestra que se precie, y son imprescindibles en un arroz con verduras, pero nunca han de aparecer en una paella reglamentaria. Se hace crema con ellos, se le echa a una tortilla para convertirla en paisana. Hace pareja fantástica con el jamón y el tocino... Hay una sopa de guisantes en “Las Brujas”, de Roald Dahl, que es el autor también de “Charlie y la fábrica de chocolate”.
Pero más allá de la cocina, el guisante ha tenido su momento de gloria en la música con Love of lesbian cuando cantan  “·Hoy voy a hablaros del amante guisante, / el hombre que montó un gran show por los aires /con su casco plateado, /traje verde y bambas a reacción”.
Lo cierto es que el guisante parece poca cosa, pero ya vemos que no lo es.
Por cierto, el guisante aparece en nuestra lengua en 173, dice Joan Corominas, aunque ya estaba en ella como bissáut entre los mozárabes en 1106.Dice el maestro que "probablemente venga de una denominación compuesta pisum sapideum, "guisante sabroso", empleado para diferenciar esta legumbre de otras análogas, como el garbanzo o tirabeque". 



lunes, 8 de junio de 2015

El jamón siempre está ahí

Del cerdo se ha dicho que hasta los andares y yo digo que del jamón, hasta el nombre. “bocado propio de bienaventurados”, le llamó Camilo José Cela; y “nalga de porcino”, Rafael Alberti. El jamón, siempre está ahí, aunque no estuviese en aquellas mesas señoronas que preferían el "Jambon de York".
El jamón es jamón desde los tiempos del romano Catón y su nombre proviene del francés, “jambon”. Lope nos dejó aquello de “jamón presuto”, o sea, jamón curado, tomando el termino del latín “praesuctus”, que los italianos convirtieron en su “prosciutto” y los portugueses en su “presunto”,
Jamón presuto del español marrano, dijo Lope de Vega, autoridad gastronómica del Siglo de Oro, con permiso de Baltasar del Alcázar al que tres cosas le tenían preso el corazón: La bella Inés, el jamón/ y berenjenas con queso. O sea, que don Baltasar era de los que pedían “allá se me ponga el sol donde me den de cenar vino y jamón”. Carlos V resolvió la cuestión retirándose a Yuste para disfrutar del jamón a sus anchas de paso que exhibía su célula de cristiano puro, igual que aquellos peregrinos alemanes del Quijote que llevaban en un saco “huesos mondos de jamón” a modo de salvaconducto frente a la sospecha de judío, moro o converso.
La excelencia del jamón le ha deparado un lugar destacado en nuestras letras y nuestro refranero, pero también en los deseos de los españoles, que en los peores tiempos soñaban con un pernil colgado de un clavo en la despensa. Leo en el libro “El hambre de España”, de Miguel Ángel Almodóvar, la cita de un diálogo de la familia Pepe, creada por Iranzo, para “Pulgarcito”:
-         “¿sabes lo que te digo, Pepa? ¡Que tengo ganas de comer jamón.
-         ¡Ba!, responde ella, “Todos los que venden solo saben a sal”.
A lo que el hijo, Pepito, comenta:
-         “Serán jamones de sardinas”.

Era el año 1950

 De la cesta navideña lo más deseado era el jamón y un jamón era el premio del que coronase la cucaña de las fiestas populares o ganase la rifa correspondiente. El bocadillo de jamón es un clásico como el “pan amb tumaca”. La pureza, en España, en muchos casos se califica con el popular “pata negra”, y el despliegue de curvas femenino con el castizo “jamona” correspondido con el está como un queso, que suelen decir ellas de los guapos que salen en las películas, lo que nos recuerda aquella de “Jamón, jamón”, un punto disparatada, como la novela de Carlos Salem “Un jamón calibre 45”.
No se entiende la vida, nuestra vida sin el jamón, tan vinculado a la fiesta, la reunión familiar, de amigos, de compañeros. Por eso digo que del jamón, hasta su nombre.