Si algo encumbró a nuestro torrezno eso fue la
literatura del Siglo de Oro, aquella época que hizo de los torreznos y
aguardiente desayuno común. Pero también inmortalizó los famosos
duelos y
quebrantos, sobre los que corren ríos de tinta. Dejémoslo en que eran huevos
revueltos, chorizo y tocino, tal y como los disfrutó en La Mancha Mariana de
Austria, esposa de Felipe V, o el mismo Cervantes, que inmortalizó en su
Quijote esos “duelos con quebrantos”, al igual que los torreznos a palo seco,
cuando nos describe a “Sanchica cortando un torrezno para empedrarlo con
huevos” .
No sabemos cuánto entró el torrezno en nuestra
lengua, pero sí qué era en 1611 cuando Sebastián de Covarrubias describe al
torrezno como el pedazo de la lunada o pernil que asamos y que decimos “a torrendo”
porque se tuesta y se assa en el
fuego a diferencia de lo demás del tocino, que se guisa o cuece en la olla.
Maravillosa descripción si la comparamos con la escueta de nuestros días:
“trozos de tocino fritos o a la brasa”. Con el añadido etimológico de que
proviene de “torrar o tostar al fuego hasta que toma color”.
Volvamos a nuestra literatura dorada, que encumbró
al torrezno desde el Lazarillo a Lope: “Sangraba el avariento fardel, sacando
no por tasa pan, mas buenos pedazos de torreznos y longaniza”, se dice en el
Lazarillo. Quevedo, siempre con su inquina hacia los judíos reclamaba: “Denme a
las mañanas un gentil torrezno que friendo llame a los cristianos viejos”,
mientras su enemigo, Góngora, también echó mano del torrezno a pesar de las
habladurías que le tachaban de judío, cuando escribe sobre la marcha de su señor
el conde a Nápoles: “en vuestra ausencia, en el puchero mío/ será un torrezno
la Alba entre las coles”. Lope, nuestro glotón de las letras, hizo gloria del
torrezno entre ellas en “Las bizarrías de Belisa”: “almorzábamos unos
torreznos, con sus duelos y quebrantos”. Su colega, Tirso, Tirso de Molina, en “La
elección por la virtud”, proclama “buena cholla tiene el viejo, cuando escapa
del torrezno o de la olla”. Y Calderón, otro de nuestros genios, en “La niña de
Gómez Arias”, pone en boca de uno de los personajes la siguiente queja: “como
no me dan gota de vino, ni he visto torrezno en cuanto tiempo ha, señor, que te
sirvo, y no puede haber holgura donde no hay vino y tocino.
Más allá de nuestros clásicos, Valentín de Céspedes,
en “Trece por docena” apunta “yo me consideraba en el palenque con el torrezno
y con la sopa”.
Cela, Camilo José Cela, tan amigo de los excesos,
también inmortalizó al torrezno entre sus letras cuando en “Los papeles de Son
Armandans” escribe “Al abad y al judío,
dales el huevo y pedirán el torrezno y el tozuelo”. El exquisito Alonso Zamora Vicente, en su “A
traque barraque” recordaba las chicas de su tiempo llenitas, llenitas, porque
se comía como Dios manda: torreznos, huevos fritos, manteca, cocido… Ay, los
huevos fritos con tocino, a los que Azorín, con permiso de los cervantistas,
también llevó a su prosa los duelos con quebrantos pero para criticar a
Cervantes: ¿Acaso en alguna casa manchega o levantina se podrá comer a
mediodía, a las doce en punto, por toda comida, fritura de huevos con tocino?
Dejémoslo aquí por ahora, para que no se nos altere
más el colesterol.
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