miércoles, 6 de marzo de 2013

Los misterio de la trufa


Los truferos andan de congreso y tienen mucho de lo que hablar y discutir porque el misterio rodea a la trufa. Es imprevisible. Y como todo lo misterioso es excitante y quizá de ahí su íntima relación con el juego del amor. En sus “Memorias”, Casanova relata un banquete para cincuenta amigos de ostras y trufas regado con vino del Rhin con triunfo final del amor. Y Óscar Wilde dejó plasmada su devoción por trufas y ostras en una receta descrita por él en 1891 en cuyo reverso escribió “la única forma de superar una tentación es sucumbir a ella”.
La tentación de la trufa ya estaba en la cocina de los egipcios, que la preparaban cubierta con grasa de oca y papiro, pero también en la cocina de los romanos y griegos: en el relato de los banquetes de Virrón en la Sátira V de Juvenal, o en los escritos de Marcial cuando le da voz a las trufas para proclamar: “nosotras, las trufas, que rasgamos el suelo con nuestra tierna cabeza…” Ese vínculo con el suelo las convertiría en referencia del Maligno en la Edad Media. Pero sigamos con los clásicos: Filoxeno de Leucade fue el primero en advertir del favor de la trufa hacia lo amoroso en su “Banquete”: “bebamos por la trufa negra/ y no seamos ingratos/ pues avala la victoria/ en seductores asaltos…”
La trufa negra, el diamante negro, como algunos la llaman. Black Diamod, de Martín Walker, es una novela negra protagonizada por el inspector Bruno Courreger y ambientada en Saint Denis, Francia, un territorio que venera la trufa. Una novela negra enmarcada en el mercado trufero. El gran gastrónomo Brillant Savarin, convencido de sus propiedades afrodisiacas y culinarias, la describió como “diamante de la cocina” y con toda la intención escribió: “un guisado de trufa es plato cuyos honores quedan reservados para la dueña de la casa: en una palabra, la trufa es el diamante de la cocina”. O testículo de la tierra, como la describió en su “Afrodita” Isabel Allende.
Imprevisible la trufa, uno nunca sabe dónde encontrarla a ciencia cierta, salvo en el subsuelo, por lo que fue casi proscrita en la Edad Media. San Agustín en “la ciudad de Dios” critica a los maniqueos por ser vegetarianos e incluir en su dieta trufas y setas. Un misterio su ubicación, insisto, y también el momento, aunque Plutarco señalara a las trufas como hijas del sol tras un temporal.
El misterio de las trufas también enganchó a Julio Camba quien aseguraba que tomarse una trufa equivalía a un acto religioso porque nos daba un nuevo sentido de la vida y del mundo. Quizá por eso Lord Byron escribía con una trufa encima de la mesa, embriagado por su aroma, y el poeta Tomás Segovia habla de “labios de trufa celeste”, suponemos con ese sabor que describe Carmen Cecilia Suárez: “el sabor de la trufa/ es un destello/ que deja un gusto denso/ una nostalgia/ la ansiedad de lo ido/ de los que no se puede retener”.
Para todo lo demás están los recetarios y las peleas territoriales sobre la mejor trufa, que tanto triunfa en la mesa y en la cama, lo que nos lleva a recordar de nuevo a Casanova y aquello que aseguraba de que una mujer que no sabe comportarse en la mesa, tampoco sabe hacerlo en la cama. El principio también rige para los hombres.


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