El café, dice María de los Ángeles Samper, en su "Mesas y cocinas en la España del siglo XVIII" se populariza en el siglo XVIII como bebida de sobremesa en los grandes banquetes; pero el café ya es desde hace tiempo europeo; en 1764, en Londres, se anunciaba como "serio y saludable licor/ que sana el estómago, acelera el genio,/alivia la memoria, revive al triste/ y anima el espíritu, sin volverle loco". Y si hay café hay cafés, y Thomas Jordan, en 1667, asegura en "De nuevas al café" que "No se hace nada en el mundo, desde el monarca al ratón, que no vaya a parar día o noche al café". En España, los cafés, no gozan de mucha popularidad, y así podemos leer en una publicación del siglo XVIII llamada "Cajón de sastre" lo siguiente: "el café es un precipicio/ es escuela de artificio/ donde deslizamos todos./ Ahí se sisa de mil modos/ al agua más valor dan/ con mudarla del color/ que un boticario a una flor...". Y por esa época, en 1761, en otra publicación llamada "El duende especulativo" se recomienda al propietario de un café "tener a la vista y sobre una mesa las gacetas, el Mercurio y los Papeles impresos, que son del día, como Poesías sueltas, el diario, el Duende, el Cajón de Sastre o las noticias manuscritas sobre toros, cuchilladas de comedia y funciones públicas, entierros..."
El café de España era entonces delicioso. Lo dice el Marqués de Langle en su Viaje de Fígaro a España, donde escribe uno de los mejores elogios del café: "el vino emborracha, la cerveza embrutece, la sidra duerme, el aguardiente quema, pero el café alegra, anima, exalta, electriza; el café puebla la cabeza de ideas, de imágenes; el hombre que no ha tomado café en abundancia no le falta más que una mujer, una pluma y tinta". Juan de la Mata, cocinero, también apuntó como cualidades del café el favorecer la digestión e "impedir dormir con exceso". El café es la bebida del racionalismo, como gran estimulante, preferida entre los científicos, intelectuales, comerciantes, escritores y periodistas, a los que ayuda a regular la jornada laboral, dice Standage, en "La Historia del mundo en seis tragos". Jules Michelet, a principios del siglos XIX la describió como "bebida sobria, poderoso alimento del cerebro, que agudiza la pureza y la lucidez; el café, que despeja las nubes de la imaginación y su peso tenebrosos, que ilumina la realidad de las cosas, de repente, con el destello de la verdad". También lo dijo el poeta Sheik abd al Kadir: "nadie puede llegar a entender la verdad hasta haber probado la cremosa bondad del café".
Pero un café para ser tal debe estar " caliente como el infierno, ser negro como el diablo, puro como un ángel y dulce como el amor", según Telleyrand. No hay café más esperado y deseado que el del desayuno: con migas, lo sirve Delibes en los "Santos Inocentes", y con noticias Manuel Vicent cuando escribe: "mi lucha por la existencia consiste en que a la hora del desayuno sea mucho más importante el aroma del café que las catástrofes que leo en el periódico abierto junto a las tostadas". Curioso lo que Camilo José Cela dejó escrito sobre el desayuno: "la gente como Dios manda, entre nosotros, suele desayunar café con leche y bollito; antes de la guerra esto se consideraba una mariconada, pero ahora las cosas han cambiado mucho. Los españoles de café con leche, el bollito y el periódico son duros como rayos...tienen, además, y por fortuna, un valor sólido, acreditado y a prueba de bomba". Es preciso recordar que Cela nos dejó aquella maravillosa crónica de café que fue "La Colmena". Claro que para desayuno especial el que propone Luis Alberto de Cuenca en un poema que tituló así, "El desayuno", y donde dice: ...Pero aún me gustas más, tanto que casi/ no puedo resistir lo que me gustas,/ cuando, llena de vida, te despiertas/ y lo primero que haces es decirme:/ tengo un hambre feroz esta mañana,/ voy a empezar contigo el desayuno". Que aproveche.
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