Guisantes, chícharos, pésoles, piseos, tirabeques,
arvejas, arbeyus… todos son guisantes y todos pocas cosas son, y sin embargo,
gracias a ellos, supimos la importancia de la herencia genética. Sí, aquello de
las Leyes de Mendel, que estudiamos en el bachillerato y debemos a un señor al
que, sin embargo, lo que le gustaba de verdad era la apicultura.
Gregor
Johan Mendel, cruzando guisantes, descubrió que heredamos genes y
caracteres, pero nadie le creyó en 1866 cuando publicó su trabajo. Fue en 1900
cuando otros científicos confirmaron sus leyes y le situaron en la historia de
la Ciencia y de paso, a los guisantes, en las hojas de los libros de
bachillerato, aunque también inspiró el título del cuento de Sergui Aguilar “Mendel, el señor de los
guisantes”.
Hasta ese momento los guisantes estaban en los
recetarios y los libros de agricultura, que tanto cultivaron griegos y romanos,
como Columela. Los griegos llamaban
a los guisantes “pisones” y los romanos “pisum”. Debían gustarle mucho a los
romanos los guisantes porque su cocinero Apicio
inserta en su “Re coquinaria” más de una docena de recetas con ellos. Carlos el Bueno, Conde de Flandes,
ordenó que en sus dominios se plantaran a partes iguales en terrenos
determinados habas y guisantes para calmar hambrunas. Y Luis XIV, el Rey Sol, el hombre que hacía de sus comidas un
espectáculo, era un devoto de los guisantes, como su esposa, Teresa de Austria.
En Austria,
precisamente, se recuerdan las hambrunas que aparecieron al finalizar la II
Guerra Mundial: “el tiempo de los guisantes”, como relata Irene Baudenbauer-Schofman en su
artículo “El hambre en la memoria colectiva”, en la que cita la revista femenina
“Die Frau”, que en 1945 escribía “Oh, Austria mía, tierra de los guisantes
verdes y amarillos”, y añade cómo por entonces la dieta era de pan y
guisantes, y estos, incluso, se trituraban para hacer pan y salchichón de
guisantes.
Como son poca cosa, la literatura apenas ha reparado
en ellos. Eso sí, ahí tenemos el maravillo cuento “La princesa y el guisante”
de Hans Christian Andersen, que
narra la historia de aquella princesa capaz de detectar un garbanzo bajo varias
capas de colchones: era, en verdad, una princesa auténtica.
No va de princesas, sino de la vida pura y dura “El
esqueleto de los guisantes”, de Pelayo
Cardelús. También va de la vida, vista con humor, eso sí, “El sentido de un
guisante”, de Rubén Negro.
El guisante, poca cosa es, ya decimos, y sin embargo
vaya con el juego que da en la cocina. Salvo rellenos…y se ha intentado…los
tenemos en puré, salteados con jamón y cebolla, está en una menestra que se
precie, y son imprescindibles en un arroz con verduras, pero nunca han de
aparecer en una paella reglamentaria. Se hace crema con ellos, se le echa a una
tortilla para convertirla en paisana. Hace pareja fantástica con el jamón y el
tocino... Hay una sopa de guisantes en “Las Brujas”, de Roald Dahl, que es el autor también de “Charlie y la fábrica de
chocolate”.
Pero más allá de la cocina, el guisante ha tenido su
momento de gloria en la música con Love
of lesbian cuando cantan “·Hoy voy a hablaros del amante guisante, / el hombre que montó un gran show por los aires /con
su casco plateado, /traje verde y bambas
a reacción”.
Lo cierto es que el
guisante parece poca cosa, pero ya vemos que no lo es.
Por cierto, el guisante aparece en nuestra lengua en 173, dice Joan Corominas, aunque ya estaba en ella como bissáut entre los mozárabes en 1106.Dice el maestro que "probablemente venga de una denominación compuesta pisum sapideum, "guisante sabroso", empleado para diferenciar esta legumbre de otras análogas, como el garbanzo o tirabeque".
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