Ascienden
estos días sanjuaneros por la Ruta de la Plata los ajeros a la feria zamorana
de San Pedro y San Pablo, pero no se quedarán ahí, aún irán más lejos, casi
hasta Finisterre, que es donde los enemigos de los ajos quieren ver a estos.
Hay entusiastas del ajo y detractores. Odiado en la Edad Media y el
Renacimiento, sube enteros en la actualidad. Atrás quedan las palabras de Don
Quijote a Sancho: “No comas ni ajos ni cebollas porque no saquen por el olor tu
villanería”, y en sentido contrario las de Pablo
Neruda en su “Oda a las papas”: “El ajo las añade/ su terrenal fragancia” y
sobre estas las de Josep Pla a modo
de ojo al ajo: “todos los alimentos cocinados con ajo, por poco que se te vaya
la mano, sabrán a ajo…y entonces las tardes son interminables y horribles”. Pero
el ajo es nuestro, de la cocina española y de todo el Mediterráneo: Julio Camba, en “La Casa de Lúculo”
dejó dicho que “Todo el Mediterráneo trasciende a ajo” y en palabras de Pla
“Todo el Mediterráneo huele a ajo”. Egipcios, griegos, romanos, franceses,
españoles… “La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones
religiosas”, dijo Camba, y en este sentido conviene recordar que la Condesa de Pardo Bazán recomendaba en
sus recetarios a sus lectoras que el ajo y la cebolla fuesen manipulados por
las cocineras. Esos recetarios llenos de ajos para los imprescindibles sofritos
de arroces y estofados, por ejemplo.
Untado en
pan, rehogado con migas frito o cocido en las sopas, en gazpacho o ajoblanco,
en salsa al ajillo, mojillo o ajilimoje, en ajiaceite o alioli…el ajo forma
parte de nuestra cultura culinaria, también de nuestras supersticiones y
farmacia popular, siempre con las debidas precauciones no nos ocurra como a Don
Quijote, que se “encalabrinó y atosigó” al percibir el olor a ajos crudos en su
Dulcinea del Toboso.
Huele a ajo
la Ruta de la Plata, por la que los arrieros subían y bajaban, y donde crearon
el popular ajoarriero, que hubiese hecho las delicias de Luis XV, tan aficionado al cordero en su jugo y al ajo, y a Enrique IV, bautizado con vino y ajo.
Por el contrario, hubiera espantado al rey Alfonso,
que en 1330 prohibió acudir a Cortes a quien lo hubiera comido. Era señal de
villanería, como diría Don Quijote, quizá inspirado en los clásicos: Atenea
prohibió que quien comiese ajo entrara en los templos dedicados a Cibeles, pues
resultaba ofensivo para la diosa de las diosas. En un Mediterráneo que olía a
ajo, que consumía ajo, que guisaba con ajo su vida no debió ser fácil.
Un
colaborador del famoso libro de Dionisio
Pérez, Post Thebussen, “Ristra de ajos”, escribió en 1883: “sin ajo no
puede haber nada bueno y grato a un paladar español, por ser el agente
universal de todo adobo y de todo nutritivo alimento”.
Muchos no
estarían de acuerdo con este apasionado relato del ajo.
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