Dejemos lo prosaico y vayamos a lo literario que es lo nuestro, pasando, desde luego, por los líricos ojos de avellana, recurso al que tanto ha echado mano los poetas; sin embargo, Clarín, en el relato Un candidato no acude a ello por ese lado. Cito: "tiene la cara de pordiosero; mendiga con la mirada. Sus ojos, de color de avellana, inquietos, medrosos..." Frente a lo que podría pensarse, Neruda, tampoco acude al fácil recurso y en el Poema 14 de sus famosos 20 escribe "Te traeré de las montañas flores alegres, copihues/ avellanas oscuras, y cesas silvestres de besos./ Quiero hacer contigo/ lo que la primavera hace con las cerezas..." Otro poeta, Julio Llamazares, comienza uno de sus famosos poemas diciendo "De nuevo llega el mes de las avellanas y el silencio/ otra vez se alargan las sombras de las torres, la plenitud azul/ del huerto familiar..."
El padre de la avellana, el avellano, tiene su fuente en Granada, la Fuente del Avellano, eterna en la copla de Antonio Molina: "Qué fresquita baja hoy/ el agua del Avellano/ el agua del Avellano/ que en Granada vendiendo voy", pero también en otros versos populares: "En la Fuente del Avellano/ vengo a dejar mis versos/ que cabalguen a destajo/ buscando parajes bellos/ con los que soñar despierto". Y al padre de la avellana lo citó Dámaso Alonso en ¿Te quebraré, varita de avellano/ te quebraré quizás? Oh, tierna vida".
No nos pongamos trascendentes y acudamos al cancionero infantil: "Había una vez una avellana/ que salió por la mañana/ de su casa se alejó/ y un niño se la comió./¡Pobrecita avellana/ que salió por la mañana!". O a las fábulas de Tomás de Iriarte, como aquella de La urraca y la mona, en la que una echa en cara a la otra: "tú amontonas, mentecata/ trapos viejos y morralla;/ mas yo nueces, avellanas,/ dulces, carne y otras cuantas/ provisiones necesarias". Atrás, en el Siglo de Oro, Lope de Vega, en su obra Al contador Gaspar de Barronuevo, escribe: "Mariana y Angelilla mil mañanas/ se acuerdan de Hametillo, que a la tienda/ las llevaba por chocos y avellanas".
La avellana, más allá de los ojos color avellana o avellanados, existe. Lo hace también en leyendas, como la de aquel Papa, Alejando VI, que en un banquete arrojó avellanas de oro para que las rameras y rameros contratados las tomaban con la boca, a cuatro patas, de forma indecorosa para jolgorio de los invitados. También se ofrenda en ceremoniales de matrimonio para convocar a la fertilidad y por ello se le arrojan a las mozas o se les regalan en días de romería. Hay quien dice que ir a por avellanas es hacer el amor. Quizá ese es el sentido de la popular copla tejareña, que los salmantinos canturreamos cuando escuchamos Tejares o su fiesta patronal, o cuando en un puesto de romería las encontramos en su bolsita correspondiente junto a garrapiñadas, caramelos de miel y obleas. Pero cuidado, si uno atiende a lo que se decían de ellas hace siglos y leo en Dietética Medieval, de Juan Cruz Cruz, "tienen el problema de que hinchan el vientre y son de recia digestión; sólo si van mondadas son mejores, y, mucho más, tostadas". Herrera, en su tratado, decía que "majadas y bebidas con aguamiel son buenas contra la tos". Arnaldo de Vilanova, en Régimen de salud, sostiene que "confortan algo el hígado, pero dañan el estómago y la cabeza".
En un libro maravilloso, Usos tradicionales de las plantas en la provincia de Salamanca, de varios autores y editado por la Diputación Provincial de Salamanca, leo que "las avellanas es un fruto comestible apreciado, tanto crudo como bien madurito como en leche. Su flor tiene el nombre de candela en Valero, al igual que la de la encina, el alcornoque y el castaño".
Y termino, estoy seguro que en la chocolatería de Chocolat de Joanne Harris, profanada el Día de Pascua por aquel cura goloso y perdidamente enamorado del chocolate, había un lugar para las avellanas, aunque no lo encuentre. Que aproveche.
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