Los truferos andan de congreso y tienen mucho de lo que hablar y discutir porque el misterio rodea a la trufa. Es imprevisible. Y como
todo lo misterioso es excitante y quizá de ahí su íntima relación con el juego
del amor. En sus “Memorias”, Casanova relata un banquete para cincuenta amigos
de ostras y trufas regado con vino del Rhin con triunfo final del amor. Y Óscar
Wilde dejó plasmada su devoción por trufas y ostras en una receta descrita por
él en 1891 en cuyo reverso escribió “la única forma de superar una tentación es
sucumbir a ella”.
La tentación de la trufa ya estaba en la cocina de
los egipcios, que la preparaban cubierta con grasa de oca y papiro, pero
también en la cocina de los romanos y griegos: en el relato de los banquetes de
Virrón en la Sátira V de Juvenal, o en los escritos de Marcial cuando le da voz
a las trufas para proclamar: “nosotras, las trufas, que rasgamos el suelo con
nuestra tierna cabeza…” Ese vínculo con el suelo las convertiría en referencia
del Maligno en la Edad Media. Pero sigamos con los clásicos: Filoxeno de
Leucade fue el primero en advertir del favor de la trufa hacia lo amoroso en su
“Banquete”: “bebamos por la trufa negra/ y no seamos ingratos/ pues avala la
victoria/ en seductores asaltos…”
La trufa negra, el diamante negro, como algunos la
llaman. Black Diamod, de Martín Walker, es una novela negra protagonizada por
el inspector Bruno Courreger y ambientada en Saint Denis, Francia, un
territorio que venera la trufa. Una novela negra enmarcada en el mercado
trufero. El gran gastrónomo Brillant Savarin, convencido de sus propiedades
afrodisiacas y culinarias, la describió como “diamante de la cocina” y con toda
la intención escribió: “un guisado de trufa es plato cuyos honores quedan
reservados para la dueña de la casa: en una palabra, la trufa es el diamante de
la cocina”. O testículo de la tierra, como la describió en su “Afrodita” Isabel
Allende.
Imprevisible la trufa, uno nunca sabe dónde
encontrarla a ciencia cierta, salvo en el subsuelo, por lo que fue casi
proscrita en la Edad Media. San Agustín en “la ciudad de Dios” critica a los
maniqueos por ser vegetarianos e incluir en su dieta trufas y setas. Un
misterio su ubicación, insisto, y también el momento, aunque Plutarco señalara
a las trufas como hijas del sol tras un temporal.
El misterio de las trufas también enganchó a Julio
Camba quien aseguraba que tomarse una trufa equivalía a un acto religioso
porque nos daba un nuevo sentido de la vida y del mundo. Quizá por eso Lord
Byron escribía con una trufa encima de la mesa, embriagado por su aroma, y el
poeta Tomás Segovia habla de “labios de trufa celeste”, suponemos con ese sabor
que describe Carmen Cecilia Suárez: “el sabor de la trufa/ es un destello/ que
deja un gusto denso/ una nostalgia/ la ansiedad de lo ido/ de los que no se
puede retener”.
Para todo lo demás están los recetarios y las peleas
territoriales sobre la mejor trufa, que tanto triunfa en la mesa y en la cama,
lo que nos lleva a recordar de nuevo a Casanova y aquello que aseguraba de que
una mujer que no sabe comportarse en la mesa, tampoco sabe hacerlo en la cama.
El principio también rige para los hombres.
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