La
gastronomía del Lazarillo del Tormes
Preámbulo.
No se puede entender Salamanca sin el “Lazarillo de
Tormes”. La novela sitúa el nacimiento del personaje en Salamanca, en un molino
de la entonces villa de Tejares y hoy barrio del municipio de Salamanca; en
medio del río Tormes, de ahí el apellido literario de nuestro Lázaro.
Una Salamanca de estudiantes, con un Mesón de la
Solana real y un toro de la puente, igualmente, real.
Un toro que, entonces, daba y quitaba dones: los
estudiantes que pasaban el límite que marcaba, tenían el tratamiento de “don”,
que perdían cuando al salir de Salamanca lo dejaban atrás.
Eligió bien el ciego ese toro para que Lázaro
recibiera su primera lección y con ella el don de arriesgar para sobrevivir,
sabiendo un punto más que el mismo diablo, del que ya teníamos noticias de
Salamanca, gracias al Marqués de Villena.
Así como en Santiago uno golpea la cabeza en un
punto de su catedral para que se le abran las puertas al conocimiento, algo
parecido debería hacerse con el toro salmantino.
Los
dones, el toro de la puente, los quita y los pone,
decía el refrán de la época.
Hoy, junto al toro, que ha cambiado de sitio unas
cuántas veces y que estuvo a punto de perderse para siempre en las aguas del
Tormes, están el ciego y su lazarillo, nuestro Lázaro, inmortalizados por
Agustín Casillas.
Lázaro, nuestro Lázaro, cuyo verdadero nombre era
Lázaro González Pérez, hijo de Tomé y Antona, ha trascendido la literatura para
convertirse en la referencia de los perros que guían a nuestros invidentes o
las personas que les acompañan. Los lazarillos.
Hoy, cuando queremos decir que alguien es nuestro
guía, decimos que es nuestro lazarillo.
Pero también decimos que somos hijos del Lazarillo
del Tormes cuando justificamos ciertas prácticas picarescas.
Cuando me informaron de este ciclo –Recita a ciegas—sugerí esta intervención
por todo lo que Lázaro significa para el mundo de la discapacidad visual y para
Salamanca, y también porque el universo se puede ver a través de la literatura,
y el planeta de la gastronomía no se escapa a ello.
A mayores, el “Lazarillo de Tormes”, es un libro que
habla de la fortuna, de la suerte, del azar, algo de lo que la ONCE,
patrocinadora de este ciclo sabe mucho. Uno cree que la fortuna requiere de
inversión, como cree ciegamente que las musas se le acercan a uno cuando está
trabajando. Y así, Lázaro nos dice al final, cuando la vida le sonríe, cuando
es afortunado, que “todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron
pagados con alcanzar lo que procuré”, que en su caso fue un oficio real,
pregonero.
Y aquí estamos.
Introducción.
Sostiene Miguel
Ángel Almodóvar, autor del libro “El hambre en España” que “El Lazarillo de
Tormes” constituye un repertorio biográfico del hambre.
Por el libro que esta tarde nos reúne aquí desfilan
personajes a cada cual más hambriento que, sin embargo, se permiten tener un
criado: Lázaro.
Esta contradicción es una más de ese tiempo de
España conocido como Siglo de Oro, que lo fue en las artes, sin duda, pero no
en la vida cotidiana de la gente. El mundo nos veía como un imperio y mientras,
los españoles, morían de hambre. Hoy diríamos que las cifras macroeconómicas
eran buenas, pero no así las microeconómicas.
En este marco de hambrunas nació un género
literario, la picaresca, marcado sobre todo por la lucha de sus protagonistas
contra los elementos para sobrevivir.
Hijos de ese género, quizás del propio Lazarillo o
hermanos, son la “Vida y obras del pícaro Guzmán de Alfarache”, de Mateo Alemán; “La vida del escudero
Marcos de Obregón”, de Vicente Espinel;
“La Historia de la vida del buscón llamado don Pablos”, Francisco de Quevedo; también podrían incluirse algunas “Novelas
Ejemplares” de Cervantes, como
“Rinconete y Cortadillo” o “La Pícara Justina”.
Por cierto, déjenme señalar que uno de estos
pícaros, Marcos de Obregón, también estuvo en Salamanca y tuvo palabras de
elogio para un ilustre ciego salmantino: Francisco
de Salinas. “Vi al abad Salinas, el ciego, el más docto varón en música
especulativa que ha conocido la antigüedad…”
Este conocimiento musical de un pícaro quizá tenga
que ver con el hecho de que su creador, Vicente Espinel, era guitarrista y
poeta.
Sin embargo, pocos saben que la palabra “pícaro”
tiene que ver con la cocina.
Pícaro, dice Corominas
en su “Diccionario Etimológico”, era también el pinche de cocina, y con este
sentido aparece en nuestra lengua en 1525, concretamente en la traducción al castellano del “Libro de
guisados” de Ruperto de Nola, o sea,
más o menos cuando se está cocinando nuestro “Lazarillo de Tormes”.
Los pícaros están íntimamente vinculados a la
cocina. Lo sabemos por Ruperto de Nola, pero también por Martínez Montiño, cocinero del rey, que advierte de su presencia en
las cocinas por el daño que ocasionaban.
Quizá sea casualidad, pero la madre de Lázaro de
Tormes, además de mujer de molinero, fue guisandera: “metiose a guisar de comer
a ciertos estudiantes”.
Quizás por esos años ya estaban entre las cocinas Domingo Hernández de Maceras, autor
del “Libro del Arte de Cocina”, en el
que reunía sus conocimientos culinarios desarrollados como cocinero del Colegio
Mayor de Oviedo, en Salamanca.
Su recetario
fue uno de los primeros de España.
Probablemente, la madre de Lázaro atendiera una
“gobernación”, que como Luis Enrique
Rodríguez-San Pedro Bezares describe en su libro “Vida estudiantil” en los
Siglos de Oro, era un grupo de estudiantes concertados con una persona por aposento
y servicio, que incluía lavar la ropa, hacer camas, aderezar y guisar comidas,
por ejemplo. También es posible que guisara para estudiantes en un mesón o
posada, donde se alquilaban habitaciones. Incluso de un pupilaje, o sea, una
casa con más control por parte del pupilero, y calidad de servicio muy variada.
Covarrubias nos describe un pupilo como “los que están a la orden de su
bachiller, que le da lo han menester para su sustento y gobierno por un tanto,
y a esta casa llaman pupilaje”.
Fuera la modalidad que fuese, aquello no era seguro
y “por evitar y quitarse malas lenguas, se nos dice, fue a servir a los que al
presente vivían en el Mesón de la Solana”.
El Mesón de la Solana existió, como existieron el de
los Toros o el del Rincón.
Cuando el autor del Lazarillo escribe la obra, no
existe la Plaza Mayor sino una Plaza de San Martín enorme, que acoge dicho
Mesón, entre otros, aunque este era, sin duda, el más importante de la Plaza.
De ahí su inclusión.
En 1708, en el Mesón de la Solana, además de otros
reparados interiores, hubo que rehacer la solana que le daba nombre y en los
documentos sobre construcción de la obra de la Plaza Mayor su nombre aparecerá
con frecuencia. Dos datos que confirman su existencia, como existen todos los
escenarios en los que se desarrolla la novela.
Hoy, el lugar que ocupó ese Mesón de La Solana, es
la cafetería de Las Torres, aunque
ninguna placa lo señale o lo recuerde, siendo, probablemente, uno de los
primeros establecimientos de hostelería –quizás el primero—que aparecen en
nuestra Literatura.
Por cierto: el mesón, en el “Lazarillo de Tormes”,
es un diversorio o casa pública y posada a donde concurren forasteros de
diversas partes, y en el que se les da albergue para sí y para sus
cabalgaduras. Es así como se describe a los mesones en el “Tesoro de la Lengua
Castellana”, de Sebastián de Cobarrubias.
La figura del mesón también está presente en otras
páginas del Lazarillo. Cuando el
ciego y él llegan a Escalona entran en un mesón y le encarga que vaya a una
taberna a por vino.
El ya citado Tesoro
de la Lengua castellana deja clara la especialización de este local, la taberna:
“donde se vende vino” y añade que en Salamanca el lugar donde los forasteros lo
venden es llamado tablado.
Es en ese mesón de Escalada donde Lázaro le cambiará
al ciego la longaniza por un nabo, un asunto al que volveremos más adelante.
El
pan
Cuando la madre entrega a su hijo al ciego en ese
Mesón de la Solana, el libro ya nos ha dado algunos apuntes de la alimentación
de supervivencia de la familia de Lázaro: el negro Zaide les traía “pan y pedazos de carne”.
El
pan
era entonces el alimento básico y la carne, lo extraordinario, con la excepción
de la que se conseguía en mataderos de desecho, la llamada de sabadiego, que
dará lugar a nuestra chanfaina.
El pan era básico. Era uno de los vértices del
triángulo de la alimentación española de ese momento: carne, vino y pan. Triángulo
que encontraremos en el capítulo del Escudero cuando le envía al mercado a
Lázaro para que compre: pan y vino y
carne.
El pan era la fórmula básica de consumo de cereales.
Todas las clases sociales comían pan, pero en el caso de las clases populares
era el “producto dominante”, según lo describe María de los Ángeles Pérez Samper en su libro “La alimentación en
la España del siglo de oro”, quien recuerda además que “El pan no era un
alimento complementario como lo consideramos ahora, era el alimento central
para la mayoría de la población.
El Fuero de
Salamanca redactado tras la repoblación distingue a los hombres por el pan,
si es suyo o dependen del pan de otros. El pan es además ofrenda y se reparte
entre los mendigos en los funerales. También hay panes rituales, relacionados
con diversos oficios.
El pan aparecerá a lo largo del Lazarillo. Va en el fardel de lienzo del ciego. Lo racanea el
clérigo hasta el punto de no dejar ni migas sobre el mantel: todo lo guardaba en
el arca. Se vende en las plazas por las que pasan de largo Lázaro y el
escudero, a quien debe de alimentar nuestro paisano; y lo compra nuestro Lázaro
mandado por él, quien le entrega un mísero real y le dice: Toma, Lázaro, que
Dios ya va abriendo su mano: ve a la plaza y merca pan y vino y carne. ¡Quebremos
el ojo al diablo! Delirante.
Un pan, seguramente, moreno, que era el pan de los
pobres, como apunta María Inés Chamorro
en el libro “Gastronomía del Siglo de Oro español”, mientras que el pan candeal
o tremés, era para las mesas nobles.
El refranero lo deja claro: pan de centeno, para tu
enemigo es bueno; pan de mijo, no se lo des a tu hijo; pan de cebada, comida de
asno disimulada; pan de panizo, fue el diablo quien lo hizo; pan de trigo
candeal otremés, lo hizo Dios y mi pan es.
Juan
Eslava Galán asegura que “los humildes mataban el
hambre con gachas y diversos majados de trigo o cebada hervidos con agua o
leche, entre ellas las zahínas, las talvinas y los formigos”.
El pan escaseaba, lo vemos en el Lazarillo casi en
forma de mendrugos. A pesar de ser un elemento fundamental de la dieta de la
época, se miraba, se medía, incluso en los colegios mayores salmantinos, como
en el de Oviedo, en el que se establece que “para refectorio no ha de darse más
de un panecillo para cada persona, y otro panecillo para la escudilla de los
gatos; también han de dar un panecillo al cocinero, cuando hubiere mostaza,
perejil u otra salsa, o para los guisados, que no sea excesivo”. Esos panecillos
pesaban media libra, o sea, 230 gramos aproximadamente. Y los panecillos para
el cocinero eran, con frecuencia, para espesar las salsas.
La
carne.
Si el pan era el alimento básico, la carne era el extraordinario. Era el
alimento más deseado y más valorado de todos. La carne separaba a las clases
sociales de la época: estaban los que comían carne y los que no. Y dentro de
los que las comían, encontramos a los que comían volatería o carnero: la
volatería era la excelencia, el carnero era la carne más popular.
La carne, de alguna manera, retrataba social y
económicamente al ciudadano, de ahí que Cervantes,
al comienzo de su “Quijote”, utilice la comida y muy especialmente la carne
para presentarnos a su protagonista cuando describe su dieta:
Una
olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos
los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda
Esa
olla de algo más de vaca que carnero,
nos recuerda el dicho de la época que sentenciaba: vaca y carnero, olla de caballero, lo que indica que Alonso Quijano
era caballero, sí, pero venido a menos.
Juan
Eslava Galán en su libro “Tumbaollas y hambrientos”
proclama que para los pobres “la carne ni por el forro, fuera de gatos,
sabandijas y casquería”. La carne no estaba casi nunca al alcance de las clases
populares, aunque fuese el alimento preferido de los consumidores, en palabras
de Julio Valles Rojo en su estudio
sobre la alimentación de los siglos XVI y XVII, en el que detalla, además, las
preferencias: carnero, en primer lugar; luego ternera, y después cabrito,
puerco, cabra, vaca, oveja y cabrón cojonudo.
En el Lazarillo aparece igualmente la carne. Se la
traía el negro amante de la madre, como hemos visto. Pero en otras partes del
libro se habla de las cabezas de carnero: “En Maqueda era costumbre el sábado
comer cabezas de carnero, y el clérigo le envía a por una dándole tres
maravedíes, y dice Lázaro que la cocía y comía los ojos, y la lengua y el
cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenía. Y dábame todos los huesos
roídos al tiempo que le decía: toma, come, triunfa, que para ti es el mundo.
Tienes mejor vida que el Papa.
En otra parte, nuestro Lázaro cuenta que al pasar
por la Tripería pidió a una de aquellas mujeres “un pedazo de uña de vaca y
otras pocas de tripas torcidas”.
Es preciso detenerse en este asunto. Por un lado,
como dice Julio Valles, “los llamados despojos, sobre todo vísceras, manos,
pies y cabezas eran muy apreciados”. En el caso de carnero, los menudos, y los
pingarejos o pulgarejos, o sea, el vientre, con manos y cabeza, bazo, callos,
corazón, hígados, riñones, sesos… lo que hoy llamaríamos casquería. Género de
esta Tripería citadas. Algunas de estas piezas, como la lengua, fueron tan
demandadas que fue necesaria regular su venta.
Estos despojos eran la comida cotidiana de las clases menos favorecidas,
que en algún caso hacían guardia en los mataderos para pillar algo y poderlo
comer en sábado ajenos a las restricciones religiosas alimenticias. Y decimos
bien el sábado, porque las restricciones religiosas al consumo de carne casi
alcanzaban a todo el año: no veía bien la Iglesia el consumo de carne. Pero
existió una fórmula conocida como “abstinencia atenuada” según la cual se
permitían el consumo de despojos ese día: los famosos sabadeños castellanos o
los sabadiegos leoneses. Un hecho que llama la atención a los viajeros de la
época.
Un guiso con algunos despojos ya citados es el
origen de nuestra muy salmantina chanfaina,
que en su esencia es callos, menudos de cordero y sangre, a la que se le añadió
más adelante el arroz.
En el capítulo dedicado a su vida con el escudero,
Lázaro le muestra a éste “pan y tripas”, que la buena gente le había dado, y
que comienza a comer ante la mirada de deseo del hambriento escudero. Esa
“tripa” resultó ser uña de vaca, que el hambriento escudero describió como
“mejor bocado del mundo”. En este diálogo se dice, también, que esa uña con
almodrote está insuperable.
El almodrote era una salsa muy popular en la cocina
española hecha con aceite, ajos, quesos y otras cosas.
Tan popular como el almodrote era el gato, que no
aparece en el Lazarillo del Tormes pero sí está presente en la cocina de ese
tiempo, de donde proviene el dicho de dar gato por liebre. Hoy sabemos,
también, que en el Siglo de Oro madrileño se comieron igualmente muchos perros.
De ese tiempo, en el que uno no sabía si tenía
delante una liebre, un cabrito o un gato viene el siguiente conjuro:
“Si
eres cabrito
Manténte
frito,
Si
eres gato,
Salta
del plato”.
Naturalmente, el “Lazarillo de Tormes”, en el que tan
presente está nuestra despensa y sus carencias, no podía olvidarse de la gran
referencia culinaria del Siglo de Oro que es la “olla”.
La
olla
En la olla
cabía de todo. También la uña de vaca que vimos antes. En la olla todo cabía y
la olla está presente en prácticamente toda la literatura de ese tiempo. Calderón la llama “la princesa de los
guisados”. Lope la lleva a su teatro. Baltasar
del Alcázar a su poesía gastronómica. Y Quevedo a otra obra maestra de la picaresca, El Buscón, repleta igualmente de referencias gastronómicas. La
poderosa olla en El Buscón se hace
agua con un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo de la olla, y para
él se van todos los dedos de los hambrientos comensales del pupilaje del señor
Cabra, que proclama “cierto que no hay tal cosa como la olla, digan los que
dijeren; todo lo más es vicio y gula”. A la vista de un nabo aventurero dando
vueltas en el caldo, Cabra afirma que “no hay perdiz para mí que se iguale con
el nabo”. Para rematar Quevedo con estas líneas: repartió a cada uno tan poco carnero que, entre lo que se les pegó en
las uñas y se les quedó en los dientes, pienso que se consumió todo, dejando
descomulgadas las tripas de los participantes.
No se puede describir mejor la miseria y el hambre.
Tirso
de Molina nos dice en “La Dama del Olivar” que en el medio
rural se hacen dos comidas: la olla, de cena, las migas para desayunar.
La olla también aparecerá en el capítulo del
escudero cuando habla de escudillar la olla, o sea, servirla.
No hay una receta de la olla.
Depende de las posibilidades y los gustos, pero todo
cabía en ella, como puede comprobarse leyendo los versos de Lope en “El hijo de
los leones” donde relata ingredientes como buen carnero y vaca gorda, gallina,
gallo, liebre, pernil de tocino, longaniza, chorizo, dos palomas, ajos,
garbanzos, cebollas y otras zarandajas.
En su libro “La mesa del Buscón”, Xavier Domingo,
nos dirá que “Lo que fue la olla en el siglo XVI, XVII y XVIII, degenerará en
puchero, el casi plato único de los españoles del siglo XIX y en el cocido
madrileño, andaluz, extremeño o pasiego y tantos como tantas autonomías se
quieran en nuestro siglo XX cambalache”.
El
embutido y otros alimentos.
Insistamos en la carne para hablar de la “negra
longaniza”. Esa longaniza que lleva
el ciego, que saca de su fardo y pone al fuego mientras envía a Lázaro a por
vino. Nuestro pícaro le dará el cambiazo y en su lugar el ciego tomará un nabo
que meterá confiado entre dos rebanadas y que descubrirá al morder: “hallose en
frío con el frío nabo”.
Cuando hablamos hoy de una longaniza negra lo
hacemos de una morcilla. Pero hubo un tiempo en el que todas las longanizas lo
eran por la sencilla razón de que no se había extendido por España el pimentón,
cuyo origen es americano. En 1796 el Diccionario de Autoridades no habla del
pimentón al definir chorizo. Un siglo antes, Quevedo, escribía de los “negros
chorizos”. Pero curiosamente, cincuenta años después de publicarse el Diccionario de Autoridades, ya entrado
el siglo XVII, Ramón Bayeu pinta al
choricero de Candelario y los chorizos que llevan son rojos. El pimentón
comenzaba a formar parte de nuestra gastronomía chacinera. Dejemos margen para pensar que la “negra
longaniza” fuese morcilla, que ya aparece descrita en el recetario de Ruperto
de Nola, contemporáneo del Lazarillo.
Así pues, en las primeras páginas del Lazarillo nos
encontramos con lo clásico de la despensa de ese tiempo: el pan, la longaniza,
la olla y la carne, tanto la de despojos, como seguramente otra de más calidad
cuando se refiere Lázaro a que su amo, el clérigo, para comer y cenar tenía
cinco blancas de carne como gasto diario, cuyo caldo compartía con Lázaro, así
que cabe suponer que hacía una especie de sopa u olla pobre con ella.
Hay otros alimentos en estas primeras páginas que
también están en la despensa básica de ese tiempo: el tocino, los torreznos y
las uvas.
El tocino se emplea sobre todo para la cocina a
falta de aceite, pero también para acreditar la condición de cristiano.
Los moros y judíos han sido expulsados y se mira mal
a los conversos. Se viaja con un pernil, tocinos y torreznos a modo de
pasaporte de cara a la autoridad, y cuando uno se quiere meter con alguien le
acusa de converso.
“Yo
untaré mis obras con tocino,
Porque
no me las muerdas, Gongorilla….
Escribe Quevedo en contra de Góngora.
Por lo demás, una mirada a los recetarios de la
época dejan claro que el tocino es el aceite de nuestra cocina de hoy.
A las uvas y al vino le dedicaremos un apartado
especial más adelante.
El autor del Lazarillo también hará referencia a
“lechuga murciana”, “limas o naranjas”, “melocotón”, “duraznos” o “peras
verdiales” cuando se coloca con el bulero, alimentos que califica de cosillas
de poco valor y sustancia, y con los que se gana el favor de los curas para
vender bulas.
Encontramos también palominos, como referencia de la
riqueza que quizá tenga en su pueblo el escudero.
No son los palominos los únicos citados en este
capítulo: también nos habla de tronchos de berza, con los cuales se desayuna el
bueno de Lázaro viendo a su amo el escudero flirtear con dos mujeres.
Con relación a la lechuga y la berza, es preciso
comentar que las verduras y legumbres eran complemento de la dieta, y estaban
muy presentes en las ollas, aunque en ese tiempo ya estaban en los recetarios
las ensaladas. Pérez Samper nos dice que entre las clases populares las
“legumbres, habas, judías, garbanzos y lentejas eran muy frecuentes… eran
productos abundantes, baratos y nutritivos, que saciaban el apetito”.
Las frutas citadas: limas, naranjas, melocotones (el
durazno es una variedad) o peras, están presentes en los recetarios, como el de
nuestro cocinero Hernández de Maceras, pero tenían en su contra el criterio de
los médicos, que entonces no veían la fruta fresca como un alimento saludable.
Pero se comía, por su sabor y su accesibilidad. Y se reclamaba sobretodo la
llamada fruta seca, los frutos secos, que diríamos hoy. O las conservas de
fruta, en arrope, por ejemplo. Fruta conservada en miel y que aparecen referenciadas
en el Lazarillo como “conservas de Valencia” con la consideración de
exquisitas.
El
vino
El vino es la perdición de Lázaro. Lo dice él mismo:
“estaba hecho al vino y moría por él”. Y en más de una ocasión estuvo cerca de
perder la vida, ciertamente. Recordemos el episodio en el que gracias a una
paja larga le sisa vino al jarro del ciego después de haberle hecho un agujero
que tapaba con cera. Recordemos cómo el
escudero le envía a comprar pan, carne y vino: los vértices de ese triángulo de
la alimentación pobre del Siglo de Oro. Y finalmente recordemos cómo termina
sus días pregonando vinos.
El vino, entonces, es aún considerado un alimento,
como lo era en el Fuero de Salamanca. El vino estaba en todas las mesas o al
menos todas las mesas intentaban que hubiese vino en ellas. María Inés Chamorro
nos dice que eran vinos suaves, del año, jóvenes, de garnacha y malvasía,
preferentemente. El vino se bebía a todas horas, como señala Sancho: “bebo
cuando tengo gana, cuando no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer
melindroso o mal criado”, aunque nadie ha elogiado al vino mejor que nuestra
Celestina: de noche es el mejor calentador de cama…de vino forro mis vestidos
cuando viene la Navidad, me calienta la sangre, me sostiene, me hace andar
siempre alegre, me para fresca. Quiero verme sobrada de él en casa, para no
temer el año, pues me basa con un cortezón de pan ratonado para tres días. Me
quita la tristeza del corazón más que el oro y el coral, da esfuerzo al joven y
al viejo, fuerza. Da color al descolorido, coraje al cobarde, diligencia al
flojo, conforta los cerebros, saca frío del estómago… más propiedades diría del
vino. Sólo tiene una tacha (un pero), que el bueno es caro, y el malo hace
daño, así que con los que sana el hígado enferma la bolsa.
El vino está presente en toda la literatura del
Siglo de Oro y de forma clara en la picaresca, como lo está en la vida diaria
de los españoles: “El vino” –dice María de los Ángeles Pérez Samper—“era mucho
más apreciado por sus cualidades calóricas, higiénicas y euforizantes…El vino
era en la España moderna la bebida ordinaria”. De una de esas cualidades, las
higiénicas, tenemos alguna muestra en el Lazarillo:
Cuando
el ciego descubre que Lázaro le sisa vina con una paja le golpea con la jarra
“rompiéndosela por muchas partes”. Le quebró los dientes, que perdió para
siempre. Y entonces, el ciego, le lava con vino las roturas que con los pedazos
del jarro le había hecho al tiempo que le decía: “¿qué te parece, Lázaro? Lo
que te enfermó te sana y da salud”.
El
mismo ciego le vapulea cuando descubre el cambiazo de la longaniza por el nabo,
y de nuevo con el vino que la mesonera y los clientes que asisten a la paliza
les han traído, le lavan las heridas, mientras el ciego explica que “más vino
gasta este mozo en lavatorios al cabo del año, que yo bebo en dos” y “si un
hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, ese serás tú”.
Julio Valles Rojo insiste en la condición del vino
de artículo de primera necesidad, bebida en el desayuno, comida y cena, pero
llama la atención sobre su calidad y condiciones higiénicas, además de la
picaresca de “bautizarlo”. Y eso a pesar de ser un artículo muy regulado. Muy
curioso en este sentido el razonamiento del doctor Pardo que aseguraba que el
vino ayudaba a la buena conservación del agua porque la protegía y prolongaba
más, porque el agua mitiga y apaga la sed, pero no sirve de alimento al cuerpo.
Lázaro, pues, termina su vida, al menos en la
primera parte de ella, pregonando vinos, que es oficio real. En realidad,
pregonero. Y señala que no le va mal, porque en toda la ciudad, el que quiere
vender vino u otra cosa se ha de entender con él si quiere sacar provecho. Y le
va bien, según confiesa, de ahí que un arcipreste le case con una doméstica que
tiene en casa, que califica de buena hija, diligente y servicial a la que el
arcipreste da trigo, carne por Pascuas y panes. Quizá, dicen las malas lenguas,
porque el arcipreste y ella tiene algo más que una relación laboral. Pero
después de todo lo que Lázaro ha pasado la vida, a pesar de todo, le sonríe por
fin. Y lo hace con ese vino que tantas desgracias le ha causado.
Reglas alimentarias.
Termino.
El Lazarillo de Tormes es, también, un documento en
el que se recogen algunas normas relacionadas con la alimentación en un tiempo
en el que aún regía el principio de que la comida debía ser tu medicamento. Y
así, los galenos renacentistas, inspirados por griegos y árabes, establecieron
categorías de alimentos, prescripciones y prohibiciones. Hoy, de alguna manera,
nos imaginamos con al bueno de Sancho sometido al rigor del médico de Barataria
con un régimen en el que prácticamente nada podía comerse.
El Siglo de Oro, de grandes mesas y enormes
hambrunas, es heredero de ese pensamiento.
Me quedo con ese pensamiento que el escudero
transmite al bueno de Lázaro cuando este le explica que “no se fatiga mucho por
comer” lo que siempre fue alabado por sus amos. El escudero le contesta: por
eso te querré más, porque el hartar es de los puercos y el comer regladamente
es de los hombres de bien”. A lo que Lázaro piensa para sus adentros algo que
también debió pensar Sancho: “maldita tanta medicina y bondad como mis amos
encuentran en el hambre”. Una imagen
similar encontramos en El Buscón de Quevedo cuando nos retrata a ese mozo
famélico, “medio espíritu, tan flaco, con un plato de carne en las manos, que
parecía que se la había quitado así mismo”.
El autor del Lazarillo insiste en esa crítica hacia
quienes justifican el hambre por la salud, cuando Lázaro le explica a su amo
escudero que sabe muy bien lo que es pasar una noche y aún más, si es menester,
sin comer.
A lo que el escudero responde que “vivirás más y más
sano…porque no hay tal cosa en el mundo para vivir mucho que comer poco”, que hace reflexionar a Lázaro que por esa vía
nunca morirá y que siempre ha guardado esa regla por fuerza”.
Sostiene Miguel Ángel Almodóvar en su Historia del
hambre en España, que “solo por la memoria cultural y genética de las muchas
hambres pasadas podrían entenderse los actuales excesos a los que nos
entregamos a la alimentación, los españoles. Solo un pueblo que ha pasado mucha
hambre durante siglos y milenios puede desarrollar un gen o una enzima que
permita a sus miembros trasegar las descomunales cantidades de comida y bebida
que trasiegan los nuestros”
Lázaro no es más que un hambriento más en un país
con unas hambrunas terribles. Una figura que nos ha hecho de lazarillo por un
siglo de hambre y paradojas sociales. Un superviviente a base de ingenio. Un
estereotipo: veremos muchos Lázaros a partir del Siglo de Oro y casi hasta
nuestros días.