El jamón es
una ilusión, un Chanel nº 5, un deseo, una perversión, una señora ligera de
cascos”, dice José Manuel Vilabella en su libro “Delirios gastronómicos”.
Una ilusión,
la que tuvieron tantos a lo largo de la hambrienta historia de España de ver colgado
un jamón en su cocina, como Juan Pérez Zúñiga, en su “Cocina cómica” cuando en
su poema “Mi despensa” la describe con: …una escarpia sujeta en el techo,/ y
pendiente del techo un cordón/ con un gancho torcido y mal hecho/ del cual
debiera colgar un jamón”. Eso es, debiera colgar un jamón.
Todo
extranjero que se adentrara en la España del Siglo de Oro debiera viajar con un
jamón o el hueso de este como pasaporte que certificara que no era ni morisco
ni judío, y así hay que interpretarlo en El Quijote cuando los peregrinos
alemanes esparcen por el suelo pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso y
huesos mondos de jamón, o cuando aquel extranjero de “El coloquio de los
perros” se saca un pedazo de jamón famoso. Cervantes, el más jamonero de todo
nuestro Siglo de Oro vuelve al jamón en su entremés “El casamiento engañoso”
cuando cita “si la convalecencia la sufre, unas lonchas de jamón de Rute, nos
harán la salva”.
Como no
podía ser menos, nuestro Quevedo también se rendía a los encantos del jamón, incluso
en el baño: “yo me voy a nadar con un morcón/ queso, cecina, salchichón y pan:
/ que por comer más rancio que no Adán/ dejo la fruta y muerdo el jamón”.
A pesar del
sudor y la dureza, del descampado manchego, nuestra Penélope Cruz desprende
aroma a Chanel nº 5 en “Jamón, jamón”, película de Bigas Lunas, recién
fallecido, uno de los grandes devotos del jamón, que hizo de esta película una
metáfora de la lucha de clases y del propio país. Hay jamón y Chanel nº 5 en
“Un jamón del calibre 45”, de Carlos Salem, y en un jamón cortado con la
precisión de un cocinero japonés y colocado en un plato templado para que sude.
Sólo entonces podremos evocar aquel refrán que dice “allí se me ponga el sol,
donde me den de cenar vino y jamón”.
Jamón que
los romanos empleaban para abrir el apetito, para abrir boca, como aperitivo,
sostiene Néstor Luján. De alguna manera el jamón es invento de ellos: aparece
en los recetarios y los escritos de Marcial y Estrabón, y la etimología también
nos pone en la pista: la palabra jamón procede del francés jambon, formada a partir de jambe,
o sea, pierna, del latín camba. Y
según Corominas está entre nosotros desde 1335, probablemente en un cancionero
de la época, haciendo perder los sentidos a muchos, como al poeta gastrónomo
Baltasar del Alcázar quien proclamaba que el jamón, la bella Inés y las
berenjenas con queso le tenían preso el corazón. En verso, también, citó al
jamón Lope de Vega en aquel clásico “jamón presunto del español marrano/ de la
Sierra famosa de Aracena…” presunto, entonces, era lo mismo que curado.
También
intercambiaron jamones, vinos y versos Nicolás Guillén y Rafael Alberti… “Hay
vino, Nicolás, y por si fuera/ poco para esta nalga de porcino…. Tan buen jamón
de carnal cochino”. Versos que evocan el
curioso libro de Julián Baggini “El cerdo que quería ser jamón”, quizá como una
perversión o ilusión.
Terminemos
con Vilabella y sus delirios: el jamón entra en nuestras vidas en obleas
transparentes, en lonchas finísimas y olorosas que esparcen sus aromas eróticos
por los pisos de ochenta metros cuadrados…(el jamón) es como la trufa y el
caviar, como la hebra del azafrán; hay que hablar de briznas, de pizcas, de
presencias sutiles, de lejanías”.
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