Me quedo con la callada por respuesta cuando se
trata de callos. Porque me gustan y porque como dijo Enrique Sepúlveda “los callos tienen prosapia y efemérides
arqueológicas y tendencias igualitarias: figuran en el repertorio de todas las
fondas de lujo y en el cartel de todas las tabernas”. Cita a Sepúlveda Ángel Muro en su “Practicón”, donde se
confiesa devoto de este guiso que nació entre pobres que acudían a los
mataderos a recoger lo que nadie quería y hacer con esos bofes un plato de
subsistencia que el tiempo y el ingenio hicieron exquisitos mezclándolos con
garbanzos, arroz, hortalizas, especias y otros menudos de reses. “Revoltillos
hechos de tripas con algo de callos del vientre”, se dice en Guzmán de
Alfarache de Mateo Alemán, dando
entrada al guiso en la literatura por la puerta de la picaresca y apoyada por
otro del género, Estebanillo González,
que decía “ser único en el caldillo de los revoltijos y en el ajilimoje
de los callos”, una reseña que cita María
Inés Chamorro en su “Gastronomía del Siglo de Oro español”. Pero antes de
ese tiempo de hambrunas los callos existían ya: Joan Corominas lleva el origen de la palabra al siglo XII y su
aparición impresa en 1599.
Los callos se han movido entre la literatura, las
guías gastronómicas y las cartas de los restaurantes, y naturalmente entre los
recetarios de cocina. El primero, el de un cocinero colegial, Domingo Hernández de Maceras, del
Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca, que en 1605 publica sus recetas y entre
ellas encontramos “de manjar blanco de callos” que se hace, explica, “a falta
de gallina en día de sábado”. Desde entonces, los callos han estado en los
recetarios y no solo los denominados “callos a la madrileña” sino otros
nacionales y extranjeros. Pensemos que, por ejemplo, Antonio Campins Chaler recopiló y publicó “Las mejores recetas de
callos” que subtituló como “la vuelta a España en ochenta callos”. El ya citado
“Practicón” recoge callos franceses e italianos, y otro tanto hace María Mestayer de Echagüe, marquesa de
Parabere, en su enciclopedia culinaria “Cocina completa”. Sin embargo, ay, los
callos a la madrileña han abducido prácticamente a todos los demás.
Las recetas de los callos a la madrileña están ahí,
o sea, en los recetarios e internet. Cada maestrillo tiene su librillo y
especificar el canon del guiso no es fácil. Juan San Pelayo, cronista de Madrid, aseguraba que los verdaderos
callos a la madrileña venía a ser un juego de proporciones: “por cada dos kilos
de callos el guiso debe tener uno de manos de ternera y medio de morro de
vaca”. Carlos Pascual, en su “Guía
gastronómica de España” (1977) explicaba
que “los auténticos callos madrileños llevan solo eso, los callos, con el
añadido de tomate, cebolla, laurel y tomillo. Pero si son especiales o ilustrados,
como se les llama, se les añade morcilla, chorizo, pedacitos de jamón” y añadía
que “hay incluso una receta sofisticada que le encantaba a Isabel II, que lleva un picadillo de almendras o avellanas y
alcaravea”. Es cierto que la tradición ha etiquetado a Isabel II como gran
aficionada a comer callos y también el morro de sus amantes en los reservados
de Lhardy, restaurante clásico de
Madrid famoso, entre otras cosas, por sus callos y con alguna anécdota
relacionada con estos que recoge Muro entre otros. Ángel Muro, precisamente,
cita que “Doña Isabel II era –y aún lo es—muy aficionada a este manjar, los
callos”. Lo escribió en 1895 y lo recogió casi un siglo más tarde Lorenzo Díaz en “Ilustrados y
románticos” donde reproduce esa famosa receta isabelina o al menos dice que
está copiada de un libro escrito por un cocinero de Palacio del tiempo de
Isabel II. Digamos que además de un guiso con su especiado le añade canela,
piñones y avellanas.
La anécdota que suele citarse de los callos de
Lhardy reconoce en el fondo ese doble carácter de tabernario e ilustre de los
callos. Se trata de un enfrentamiento entre los callos de Lhardy y los de una
conocida taberna de la época. Mikel
Corcuera en su libro “Recetas de leyenda” admite ese aspecto de los callos:
“de tabernarios a restaurantes de lujo”. Antes que él, Néstor Luján y Juan Perucho
en su imprescindible “El libro de la cocina española” aseguran que “es plato
que han pasado de ser algo tabernario a tener una entidad considerable”. De
hecho reproducen la receta de uno de los cocineros más elegantes, Teodoro Bardají.
Entre las tabernas más famosas de Madrid está sin
duda la de Antonio Sánchez, protagonista de “Historia de una taberna”, de Antonio Díaz-Cañabate, que tenía su
sede en la calle Mesón de Paredes, 13, cerca de Tirso de Molina, que tuvo, en
efecto, fuerte personalidad taurina y tenía además entre sus especialidades,
los callos. De tabernas sabía como pocos Ramón
Gómez de la Serna, que interpretó Madrid como pocos y dejó escrito aquello
de “eternamente serán los callos un plato sucio, como preparado por los
callistas y pedicuros”. También Julio
Camba trajinó lo suyo por las tabernas y en especial por Casa Ciriaco, que siempre presumió de
tener entre sus especialidades los callos. La Condesa de Pardo Bazán, buena amiga de Ángel Muro, llevó a sus
recetarios “callos presentables” y a la madrileña. A Benito Pérez Galdós le ponía malo malísimo el afrancesamiento de
las denominaciones de las recetas y que “trippes a la mode de Caen” fueran en
realidad callos a la madrileña. Alguien describió a los personajes de Arniches como comedores de churros y
callos. Incluso Vázquez Montalbán no
pudo eludir este guiso y en su novela “Asesinato en el comité central” pone en
boca en Leveder que “el mejor caviar es iraní y los mejores callos los de
Lhardy” al tiempo que anima a Carvalho a llevarse a Barcelona un taco de callos
en gelatina que venden abajo, en la tienda del restaurante. Pero no todo el mundo
siente por este plato la misma pasión: Emilio
Alarcos en “Comer y cantar” escribe que no soporta “la plástica torpeza
mucilaginosa de los callos”.
Frente a ello están las descripciones de los
entusiastas. Muro, que oferta la más auténtica de las recetas tabernarias de
los callos madrileños recomienda comerlos “muy calientes y bebiendo mucho vino
blanco… y se chupa uno los dedos…no se pueden comer sino abrasando”. El ya
citado Carlos Pascual escribe que “después del cocido los callos a la madrileña
se inscriben en la categoría de honor junto a otros callos universales, como
las tripas a la moda de Caen o las trippe
de blue alla milanesa y por supuesto muy por delante de otros callos
nacionales, de los de Oviedo, de los andaluces, más sosos; de los gallegos, que
añaden garbanzos; de los vizcaínos, que quitan el morro; de los catalanes…” Qué
gran elogio hace Manuel L Alonso en
“Pan, amor y grelos” a los bares coruñeses en una historia de amistad, amor y
gastronomía espléndida cuando se refiere a ellos como “bares donde se resisten
a despachar bocadillos porque esa no es comida decente para un cristiano y si
pides una tapita te sirven un plato de callos con garbanzos”. Pero para salivar
leyendo sobre callos me quedo con “El banquete de don Jeremías” en el libro “El
festín de las letras”, su autor, Pedro
J. González Gómez, escribe las sensaciones del protagonista ante unos
callos a la madrileña “paladear esos bocados tenues, bien pimentados, a los que
se asoma la presencia del comino aromando la bien trabada gelatina y en los que
alienta el fuego inflamador de la guindilla, es placer reservado a los
elegidos…”
No se me ocurre colofón mejor a este texto sobre los
callos. Hay más, pero quizás para otro día.