(texto de la conferencia pronunciada en el Casino de Salamanca el 13 de marzo de 2018)
“Si la sarna y el hambre no fueren tan unidas a los
estudiantes, en las vidas no habría otras de más gusto y pasatiempo”.
Esto fue escrito por Miguel de Cervantes, así que ya para entonces el hambre estudiantil
estaba a la orden del día. Un hambre, caricaturizada por Quevedo en El Buscón,
entre otros autores.
Un hambre, que aun siendo de ficción en algunas obras
no era sino el reflejo de lo que estaba pasando en la realidad.
Sebastián
de Horozco, al que citaré aquí en alguna ocasión más, dejó
escrito un poema entre la sátira, la caricatura y el impresionismo que comienza
así:
“Yo os quiero, señor, decir
Qué es la vida pupilar
Y espantaros estaréis de oír
De cómo puede vivir
El triste del escolar”.
Y a pesar de toda esta tristeza de la vida del
escolar, ese mundo estudiantil fue deseado. Sobre todo por quienes no lo
conocieron y encontraron en él un punto romántico.
Aquí, en Salamanca, en un homenaje a Gabriel y Galán, Emilia Pardo Bazán deseó públicamente “por arte de hechicería,
dejando el camino del tiempo transportarse a la Salamanca de entonces” para no
perder “las escenas de aquella alegre y democrática confraternidad escolar, el
modo de vivir de los diversos estudiantes…y entre esta patulea, despierta, de
roja sangre, destacanse los tunos y sopistas, de goliardesca memoria, dedicados
a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual”.
Porque fueron,
aquellos, tiempos de hambre, y el hambre era común a los estudiantes.
En El Buscón
de Quevedo es citado lo que se
proclamaba tras las novatadas a los nuevos escolares: “Viva el compañero y sea
admitido en nuestra amistad. Goce de las preeminencias de antiguo, puede tener
sarna, andar manchado y padecer el hambre que todos”.
Padecer el
hambre que todos.
Aquí está la clave.
El hambre, la cantidad de hambre incluía en una
categoría u otra a los estudiantes, como veremos. No era lo mismo el futuro Conde Duque de Olivares, que llegó a
Salamanca de escolar con un séquito que incluía jefe de cocina y repostero, que
un sopista de la época que hacía guardia para beber la sopa boba.
Sin ir más lejos, el propio Calderón de la Barca, se dice que fue “gorrón” en Salamanca.
Luego hablaremos de él.
No se entiende la historia de la Universidad de
Salamanca --sus ochocientos años de vida—sin la figura de los estudiantes, de hecho,
una forma de abordar la historia de la institución es, precisamente, a través
de ellos: los estudiantes.
De igual manera, también la figura del estudiante
universitario salmantino puede tratarse desde diversos puntos de vista. Por
ejemplo, el de sus derechos y deberes a lo largo de la Historia. También los
contenidos académicos y su manera de impartirlos. O sus costumbres y modo de
vida, que tanto han cambiado a lo largo de esos ocho siglos.
Dentro de este
apartado es donde he situado lo que quiero contarles esta tarde: la cocina del estudiante, del colegio al
piso. Porque comer era una necesidad, ya fuese en el colegio o el piso
donde se vivía… y vive.
Que luego se comiese… Ya es otra historia.
Al principio de los tiempos universitarios salmantinos,
los tiempos del Estudio, cuando las aulas se encontraban en el claustro
catedralicio, sus alumnos eran clérigos, y los estudios estaban dirigidos
fundamentalmente hacia la religión. Entonces, el asunto del alojamiento y la
comida no planteaban demasiados problemas: Dios proveía. O más bien la Iglesia.
Y la nobleza.
Pero a medida que el alumnado fue secularizándose el
asunto del alojamiento y la comida fue cambiando y poniéndose muy interesante.
Es preciso recordar que una de las razones por las que
Alfonso X El Sabio confirma la
elección de Salamanca es por sus buenos aires, hermosas salidas y su despensa,
por estar bien abastecida: “De buen aire et de fermosas salidas debe ser la
villa do quieren establecer el estudio…et otrosi debe ser abondado de pan et de
vino et de buenas posadas en que puedan morar et pasar su tiempo sin grant
costa…” (estudiantes y profesores).
Salamanca era con anterioridad punto de encuentro
entre la cultura ganadera del sur de la provincia y la agrícola del norte.
Quizá ese mercado estuvo en el origen de su elección como
sede del Estudio y la Universidad como han sugerido, entre otros, el cronista
universitario Lamberto de Echeverría.
Así, pues, despensa no faltaba en Salamanca, cuyo
mercado abarcaba las actuales plazas del Poeta Iglesias, del Peso, del Ángel,
de San Julián, la del Mercado, la del Corrillo y la Plaza Mayor, formando toda
ella lo que se conocía como Plaza de San Martín, a lo que habría que añadir lo
que no pasaba por ese mercado y entraba directamente en conventos y colegios
desde el punto de origen.
Un mercado que se incrementó en todos los sentidos a
medida que la Universidad de Salamanca iba creciendo y se le iba reclamando más
cantidad y variedad.
Allí estaban los veedores colegiales encargados de la
compra, las amas y los dueños de los pupilajes, posaderos y mesoneros,
eligiendo y regateando precio, pero también pícaros y ladrones aprovechando su
oportunidad.
Un mercado, por cierto, muy bien regulado desde los
tiempos del Fuero de Salamanca, incluso con su propia oficina de información al
consumidor, que era el Peso Oficial, de donde proviene el origen de la
denominación de Plaza del Peso.
Pero también hubo otros controles: por ejemplo, el
precio del vino llegó a estar intervenido para que no le fuese gravoso a los
estudiantes. Y para ello se tasaba al precio de Zamora. Así se evitaba la
especulación y la inflación, además de problemas de orden público.
También, a medida que la Universidad de Salamanca crecía
en prestigio se iban levantado edificios para las órdenes religiosas que
querían estar cerca del conocimiento o protagonizarlo o manipularlo.
Se crearon colegios mayores y menores por parte de
nobles y clérigos influyentes.
Y al margen de todo ello fueron fundándose alojamientos
para los estudiantes, en algún caso fomentados por la propia Corona: Juan I liberaba de alojamientos a las
posadas donde morasen maestros o escolares, y los beneficios de matrícula
alcanzaron a los dueños de casas estudiantiles y a los ajetreadores de víveres,
según cuenta García Mercadal en su
imprescindible libro “Estudiantes, sopistas y pícaros”.
De esta forma, además de colegios, encontramos
pupilajes, gobernaciones, mesones y posadas, repúblicas y compañías y pisos de
estudiantes.
En el pupilaje encontramos una casa que vigila un
“pupilero”.
Tenían fama de austeros, tanto que se les hace
caricatura en El Buscón de Quevedo, y tampoco gozan de buena
prensa en otros escritores, aunque no era en todos los casos igual. Es más, los
pupilajes estaban sometidos a un control de la Universidad de Salamanca
mediante visitas de inspección, así que estaban reglamentados.
A su frente solía estar un bachiller que hacía de
tutor. Acogían a estudiantes de entre 15 y 23 años, algunos de tan buena
posición que contaban con criados propios.
El propio Sebastián
de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua describe al pupilo
como aquel que está a las órdenes de su bachiller, “que les da lo que han
menester para su sustento y gobierno por un tanto, y a esta casa llaman
pupilaje”.
Era una modalidad perfectamente regulada; ordenanzas
de 1538 exigen de los encargados de los pupilajes que tuviesen más de 23 años,
fuesen estudiantes cuerdos y de buenas costumbres, al tiempo que les exigía una
dieta en la que no faltase una libra de carne a cada pupilo, media en la comida
y la otra en la cena, así como pan sazonado.
En las llamadas gobernaciones se acordaba con una persona
lo relacionado con el alojamiento, desde la cocina a la limpieza o las compras.
Eran, en realidad, un grupo de estudiantes quienes alquilaban una casa, como
hoy, aunque encargaban su comida y su servicio a otra persona.
Recordemos cómo en el Lazarillo de Tormes, este cuenta que su viuda madre se vino a vivir
a la Ciudad desde Tejares, alquiló una casilla y “metióse a guisar de comer a
ciertos estudiantes”.
Mesones y posadas también alojaron a estudiantes, con
derecho a estancia y comida.
De nuevo, la propia madre de Lázaro sirvió en uno de
ellos, el Mesón de La Solana, situado donde hoy se encuentra la cafetería “Las
Torres” y cabe recordar que la Universidad de Salamanca tenía mesones
vinculados a ella, como el Mesón del Estudio, junto al Puente Romano.
Y en cuanto a las repúblicas, eran lo que hoy llamaríamos
un piso de estudiantes si bien en Portugal, en la Universidad de Coimbra, se
las asocia más a una fraternidad americana.
En cuanto a la comida de los pupilajes, Luis Enrique Rodríguez, el gran
estudioso de este asunto nos dice que “El pan resulta preceptivo en todas las
comidas y no así el vino, que apenas aparece mencionado. La comida consta de un
principio de fruta del tiempo. En algunos casos puede seguir algún asado, como
solomo de puerco, torreznos lampreados o longaniza; o bien un platillo de caldo
de nabos o repollo o cardo o potaje. La olla es constante, incluyendo carnero
cocido y a veces algo de vaca, tocino y alguna verdura o nabo. El postre vuelve
a consistir en fruta.
Y en cuanto a la cena, consta también de un principio
y un postre de fruta. Puede seguirle un platillo de ensalada de lechuga o
escarola, o bien de zanahorias o cardo. A continuación carnero cocido, guisado
o en gigote, o bien cabrito o albondiguillas”.
A la vista de ello, no se comía nada mal en los
pupilajes, quizá por miedo a la sanción tras una visita administrativa de la
Universidad de Salamanca, que acarreaba penas muy duras.
Cabe recordar el retrato que Quevedo hace del pupilaje de Cabra, que regentaba uno en Segovia en
el que el hambre campaba a sus anchas: “Me asusté cuando advertí que todos los
que vivían en el pupilaje de antes estaban como leznas, con unas caras que
parecía se afeitaban con ungüento. Se sentó el licenciado Cabra y echó la
bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en
unas escudillas de madera, tan claro, que al comer, peligraría Narciso más que
en la fuente. Noté el ansia con la que los macilentos dedos se echaban a nado
tras un garbanzo huérfano y solo, que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada
sorbo: Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo
demás es vicio y gula”.
En otro momento: “Repartió a cada uno tan poco
carnero, que, entre lo que se les pegó en las uñas y se les quedó entre los
dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de
participantes. Cabra los miraba y decía: -Coman, que mozos son y me huelgo de
ver sus buenas ganas”.
Es, ciertamente, una caricatura, pero sospecho que
algo de verdad había de ello.
Volvamos a Sebastián
de Orozco cuando relata la llamada a la mesa a los estudiantes por parte
del pupilo:
“pues a la mesa sentados
Las tripas cantan de hambre;
Póneles a los invitados
Los manteles tan cagados
Que hieden bien a cochambre”.
No menos intenso es el relato de Bartolomé Palau. En su Farsa
llamada salmantina retrata la situación de encontrarse sin dinero y tener
que empeñar lo poco que tenía: libros, chamarras, manteles, mantas…
Y es que los gastos, eran muchos como él mismo nos
dice:
“En esto medio pasamos
Entre las
putas y amigos,
Si
comemos pan e higos
No poco
nos alegramos”
Los
empeños a los que se refiere Bartolomé de Palau tenían lugar en la calle
Serranos, en las mismas tiendas en las que se adquirían al principio de curso.
Era el gran almacén de los estudiantes de la época. En todo hay engaños sino
es en la Calle de Serranos, dejó escrito en sus refranes y dichos el
maestro Correas.
Alrededor
de los citados higos como último recurso alimenticio de los estudiantes hay un
apartado maravilloso en el libro de Luis
Cortés Vázquez, La vida estudiantil
en la Salamanca clásica. Baste decir que era más frecuente de lo que nos
imaginamos.
Nuestro amigo, Sebastián
de Horozco, no se olvida de ello en su relato del hambre de los estudiantes
en los pupilajes:
Y aún se
les hace bodigos
Masados
con mantequillas
Y luego
entre dos amigos
(comen)
un plato con sendos higos
O en
invierno, seis pasillas.
Y si aquellas escudillas del Dómine Cabra de Quevedo traían un caldo transparente
como el agua, el de Bartolomé Palau
era algo parecido:
“El
cocinado
Yo os
juro, por Dios sagrado,
Que os
podéis en él lavar
Y en caso
necesitado
Podéis
muy bien bautizar”.
Pero el comer era algo que se tomaban muy en serio los
estudiantes, hasta el punto de agredir de todos los modos posibles a una mujer
que vendió carne en mal estado, como relata Villar y Macías cuando habla del siglo XVII salmantino.
Lo que choca
con aquella idea de Pedro Chacón de
que “Con ser todos mozos, y los más, nobles y principales y ricos de las
tierras de donde cada uno es natural, con todo eso se halla en ellos toda la
buena conciencia, condimento, llaneza y buen trato que se puede desear; tanto
que desde muy lejos se conoce el que se ha criado en este estudio”.
Quizá sea bueno recordar que no todos pensaban igual: Vicente Espinel en La vida del escudero Marcos de Obregón dice de la sociedad
estudiantil que “era fácil de moverse por cualquier alteración”, algo que
pudieron comprobar las autoridades y los salmantinos en numerosas ocasiones.
La fama del hambre nos precedía y hacía famosos: Juan de Mal Lara en su Filosofía Vulgar cita las sopas de caldo
aguadas y asegura que “no hay quien mejor lo entienda que amas y pupilos de
Salamanca, porque las unas las hacen y los otros las padecen”
Además de Pedro
Chacón, Cervantes también hace
su particular retrato de los estudiantes salmantinos en su Tía Fingida: “gente moza, antojadiza, arrojada, libre, liberal,
aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor”. O no, porque muchos de
ellos acababan sus días en el Hospital del Estudio tras pasar por la calle
Desafiadero para saldar cuentas con el acero. O en la propia cárcel si eran
pillados con las manos en la masa.
Ese Hospital del Estudio o de Santo Tomás, hoy
Rectorado, era también un espacio de caridad estudiantil para los escolares más
pobres.
El hambre acucia el ingenio y hace temerario al más
tímido, así que puestos a lo peor, como relataba Rojas Zorrilla:
“De noche
se va al mercado,
Si no hay
otro mal que hacer,
En otro
traje a correr
Asadores
de adobado”
Pero con
frecuencia, como recuerda Cortés
“Cuando
un estudiante llega
A la
esquina de una plaza
Dicen las
revendedoras
¡fuera
ese perro de caza!
Esta mala
fama del estudiante quedó resumida bondadosamente en aquella expresión de Alarcón en La verdad sospechosa: “Hace la edad su oficio”. Pues claro.
Pero también la procedencia: George Haley en su libro Diario
de un estudiante de Salamanca”, estudio inspirado en el diario de Girolamo de Sommaia, recoge datos de
este que hablan de “algarazas estudiantiles”.
A veces eran de andaluces de Cazorla contra los de
Écija, otra los extremeños contra los vizcaínos, “pero cuando la justicia real
amenazaba con abrogar el fuero los estudiantes, las naciones olvidaban sus
pendencias para unirse contra el adversario común”.
Alguna
vez, esas algarazas tuvieron que ver también con la comida y la bebida.
Porque el hambre era
mucha: regresemos a nuestro amigo Sebastián
de Horozco para comparecernos de aquellos estudiantes:
“como
piedras de cimientos
Son los
panes que les dan”.
En todo
tiempo, ayer y hoy, y probablemente mañana, los estudiantes han sabido salir
adelante, ganarse la vida, conseguir sobrevivir. De esta necesidad extrema
salieron los sopistas.
Según
Wikipedia:
Los sopistas eran estudiantes
universitarios sin recursos económicos que rondaban bares y tabernas entregando
su música y simpatía a cambio de un humilde plato llamado sopa
boba. Aparecen con
las primeras universidades españolas en el siglo
XIII. También se
extendieron al resto de Europa, donde fueron conocidos como goliardos.
En España la tradición se siguió manteniendo
hasta nuestros días. A partir del siglo
XVI se les conoce
bajo el nombre de tuno y
se organizaron formando agrupaciones conocidas como tunas.
El término "sopista" es un
doble sentido entre la referencia a la citada sopa boba y la semejanza fonética
con la palabra sofista, filósofo de la Antigua Grecia que se servían de la retórica y
el silogismo en sus juicios.
Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro
de la Lengua define al sopón o sopista como “La persona, que vive de limosna, y va a la
sopa a las casas, y conventos. Dícese regularmente de los Estudiantes, que van
a la providencia, y á pié a las Universidades".
En algún sitio he leído que estos sopistas, que cambiaban
ingenio por sopa, llevaban siempre encima una cuchara para no perder ninguna
oportunidad.
Hay un relato poco conocido de Diego de Torres Villarroel, titulado Los sopones de Salamanca en el que se cita a cuatro de ellos que,
según el autor, iban a “perder un año a Lisboa, confiados en el bodrio de las
porterías frailescas, que son la mesada y letra abierta de los perdularios y
tunantes”.
Aquí
están aquellos tunos y sopistas de la Pardo
Bazán, dedicados a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual.
Bodrio es –según el Diccionario de nuestra Lengua--: “caldo con
algunas sobras de sopa, mendrugos, verduras y legumbres, que de ordinario se
daba a los pobres en las porterías de algunos conventos. Bodrio es, también, un
guiso mal aderezado”.
También los sopistas encontraban su sustento en la caridad de
colegios, como el del Pan y Carbón, donde por caridad les daban, además de
comida, un “cortadillo para coger el sueño”, además de cama, luz y lumbre.
Roberto
Martínez del Río en su
libro El Estudiante de Salamanca en el
siglo XVIII hace una clasificación muy curiosa de los universitarios y
cita, entre otros, a los estudiantes de cuchara y aceituna, “que aliviaban sus
miserias fundamentalmente con la sopa y el fruto del olivo”, pero más adelante
habla de los sopistas y sopones y dice de ellos que “la sopa boba y la limosna
conformaban su forma de haber mantenencia “, y al hilo de estos se encontraban
los que llama “brodistas”, que remediaban su hambre, con el dicho bodrio.
La palabra bodrio procede del alemán
“brod”, que significa caldo. Y curiosamente, también el bodrio tiene s receta,
incluida en un recetario del siglo XIV. Se hace a partir de “pollo o cualquier
ave o carne y se cuece. Después se pone todo con buenas especias y hierbas bien
picadas y se le añaden huevos batidos. Y se añade en el caldo de la carne
hirviendo. No conviene que el brodio sea demasiado espeso”, concluye la receta.
Ya puestos, existieron, también, los
“chofistas”, que buscaban en el mercado los chofes o bofes, piezas que también
reclamaban otros pobres, que tenían cierta bula los días de ayuno y abstinencia
y que dieron lugar, con el tiempo, a nuestra popular chanfaina. Estas piezas se
recogían el jueves en el mercado y se comían con autorización eclesiástica el
sábado, que se conocía como “sábado de grosusa” en Castilla.
Roberto Martínez del Río es el creador
del Museo Internacional del Estudiante; un museo virtual, que pueden visitar en
internet y que les recomiendo porque está repleto de curiosidades de todo tipo.
Un museo que acaba de cumplir diez años.
A sopones, sopistas y brodistas se les
llama también “gallofos”, que no son sino “pobretones que sin tener enfermedad
se andan holgazanes y ociosos, acudiendo a las horas de comer a las porterías
de los conventos”
Los tunos consideran a los sopistas y
goliardos sus antepasados más ilustres. Como se ha dicho, llevaban a cuestas la
cuchara, para no perder la ocasión, pero también la “ortera” –con hache y sin
ella—que no era sino una escudilla, una especie de taza que colgaban del
cinturón.
Otra manera de ganarse la vida un
estudiante era ponerse al servicio de otro. Acudía a clase, le tomaba apuntes,
le hacía recados y de ahí sacaba algo. De este material salen los llamados
“capigorrones”, gentes con capa y gorra que estaban al servicio de un señor,
estudiante. Estos capigorrones eran determinantes en la elección de
catedráticos y cargos para el Estudio, así que de ello también se aprovecharon:
voto a cambio de sopa.
También las hambres de los gorrones tuvieron su hueco en la
literatura. Rojas, en su Obligados y ofendidos y el gorrón de
Salamanca pone en boca de Crispinillo:
A la hora señalada
A comer la olla contina
Va con hambre la estudiantina
Que la canina no es nada.
En todo
lo relacionado a la literatura de la alimentación de estudiantes en los
pupilajes hay parte de mito y parte de verdad. Uno de aquellos estudiantes, Mira de Amescua, señala en su relato de
la llegada a Salamanca:
“tomé
casa y compañía
Que me la
dieron muy buena
Dos
caballeros hermanos
Naturales
de Plasencia”.
La
desventaja del pupilaje era el excesivo control sobre los estudiantes, que
querían tener margen de maniobra. Libertad. Seguro que les suena. Además, se
trataba de un alojamiento caro, no apto para todas las economías.
Tengan en cuenta que nada
menos que el juez del Estudio se encargaba del recogimiento nocturno de los
escolares, además de sus comportamientos sociales.
Los responsables de los
pupilajes tenían la obligación de informar a la autoridad académica de los estudiantes
que vulneraban las normas, y podían ser sancionados si no informaban de ello.
Había, como se ha apuntado, un control muy serio sobre los alojamientos
escolares. Ya desde los tiempos de Alfonso
X se exigía a los escolares que no alquilasen las casas que otros
compañeros tuviesen alquiladas.
Eran un
poco más asequibles y liberales las “gobernaciones”, también llamadas
“repúblicas”, que eran casas en las que la comida y la limpieza estaban
externalizadas, como diríamos hoy. La madre de Lázaro de Tormes, como se ha
dicho, cocinó para estudiantes. Y ya pueden suponer que aquellas gobernaciones
eran muy parecidas a los pisos de estudiantes de hoy: donde caben cuatro,
entran cinco o seis, y donde comen seis, o comen siete o no comen ninguno.
Pero hasta aquí llegaba,
también, la mano de la autoridad académica con sus inspecciones.
Contamos con
una descripción de una de esas gobernaciones realizada en 1568 por Gaspar Ramos Ortíz: todo el mobiliario
parco y comprado aquí y allá, mesas con velones y objetos de estudio, alguna
estantería para libros, alcobas con su cama y poca luz. Y lo que más nos
interesa, queda resumido de este modo por una estudiosa de su famoso diario, Delfina Álvarez:
“En la cocina una mesa grande
de trece palmos y bancos, junto a un barreño
tosco que oficia de fregadero, y las tinajas del agua o del aceite, la
carbonera de la leña y el fogón, con eslabón de chispa o pajuelas para encender la lumbre. Luego los
pucheros, escudillas de caldo, platos (algunos de Talavera),
cantarillos, jarro, vaso, cuchillos y salero. Ellos sin contar la despensa
o alacena, con el ordinario habitual de pan, carnero y fruta, así
como alguna incursión a los huevos en las vigilia”
.
Nada que ver
con esos otros pisos en los que vive un estudiante rodeado de comodidades y
criados, como es el caso de Girolamo de
Sommaia, tipo rico y más dedicado a los placeres de la vida que a la
disciplina del Estudio, del que tendremos que hablar más adelante.
Gaspar de Ortiz, llega a Salamanca a
regañadientes. En su diario dice que él no quería estudiar. Y cuenta cómo antes
de instalarse en una casa se aloja en dos mesones, el Mesón del Estudio, que se
encontraba junto al Puente Romano, y otro mesón junto al Alcázar, es decir, por
la zona de los jardines de La Merced.
Girolamo
de Sommaia era hijo de un noble florentino. Estudia en Salamanca
un poco de todo, cultiva amistades y disfruta del amor, a veces pasando por
caja. No tiene el nivel de Gaspar de
Guzmán, futuro Conde Duque de Olivares, pero tampoco está mal; vivía en
buena casa y contaba con mayordomo y secretario, un cocinero y un camarero,
entre otras personas a su servicio. Había de todo, como ve.
Se mencionaba antes a Pedro Calderón de la Barca, del que
sabemos que estudió en Salamanca.
Él y otros alquilaron una
casa al mayordomo del colegio de San Millán, que tenía poder para ello, casa
que se encuentra situada en el Arroyo de San Francisco, que llaman la casa de
Sagún, según el documento de arriendo. El coste, 600 reales “pagados de esta
forma: los doscientos de ellos pagados dentro de veinte días que corren desde
hoy, día de la fecha de esta, y otros doscientos el día de la Pascua de Flores
que verna de este presente año y los otros doscientos reales el día de Pascua
de Flores del año venidero de mil seiscientos y dieciocho”. El documento
señala, también, que cualquier daño que se produzca corre por su cuenta: “ si
alguna ventana o ladrillo quitaren y la dejaren maltratada la han de aderezar a
su costa”.
De aquellos seiscientos
reales, doscientos no se pagaron, hubo pleito y Calderón y sus compañeros
debieron dejar la casa que fue consultorio y vivienda de Filiberto Villalobos y su hijo
Enrique, y hasta cumplió condena por ello en la cárcel del Estudio y hasta
fue excomulgado. Claro que además de la deuda, provocaron daños en la casa.
Contó en su momento Víctor García de la Concha, siguiendo a
Florencio Marcos, que: “desde la propiedad de la vivienda, el Colegio de las Once Mil Vírgenes,
se reclamó "prisión, justicia y costas", tras volver a Salamanca a
estudiar un nuevo curso, a pesar de que el juez había decretado contra ellos
que "los traigan presos a la cárcel de esta audiencia atento que están
excomulgados y no salen de la censura". Y aunque el que luego sería gran
dramaturgo dio en prenda "un manteo de paño negro de pequeño a medio
traer", no se cubrió la deuda y no le sirvieron las tretas sobre si un
arriero se encontraba en camino con los reales necesarios, por lo que el juez
dispuso que "les traigan presos a su costa".
Curiosamente, a pesar de
que Calderón se proclamase “bachiller por Salamanca”, su nombre no aparece en
los registros.
El
alojamiento en posadas y mesones era también otra modalidad a la que podían
acceder los estudiantes. Según Rodríguez-San
Pedro Bezares, solo utilizaban la habitación ya que para las comidas se
buscaban la vida en bodegones o tabernas.
No
gozaban de buena prensa los mesones de entonces. El mejor elogio que se decía
de ellos es que no eran tan malos como el infierno y se les acusaba de
purgatorio de bolsas.
Los que siempre gozaron
de buena reputación fueron los colegios mayores y menores. Los que tenían la
suerte de vivir en ellos tenían una vida más confortable que el resto a cambio
de una mayor disciplina.
Se ha estudiado mucho el
caso del Colegio Mayor de Oviedo, del que conocemos sus normas y hasta el
recetario de uno de sus cocineros: Domingo
Hernández de Maceras.
La dieta
de los colegiales incluía una libra diaria de carne en el mejor de los casos aquellos
días en los que la Iglesia la permitía. Se comía en la comida y la cena en el
llamado refectorio, que se regía también por ciertas normas, igual que la
comida se repartía en función de su coste más que de su cantidad, aunque también estaba fijada.
Además, en ese coste debía incluirse el pan y el vino o la fruta.
Como resume María de los Ángeles Pérez Samper en su
libro sobre la alimentación española en el Siglo de Oro: “la carne, el pan y el
vino eran los tres pilares básicos en los que se sustentaba la alimentación
diaria”.
En el caso del pan, en el Colegio de Oviedo,
no se podía dar más de un panecillo para cada persona. La dieta se completaba
con fruta de temporada, ensalada, y postres tanto salados como dulces, que
podrían ser también alguna ensalada.
Todos estos productos los
adquiría el veedor del colegio en función de si era día de carne o pescado, y
de la temporada; incluso si estábamos ante una comida extraordinaria con motivo
de algún día festivo.
Todo
–insisto—aparece perfectamente regulado al detalle en las constituciones, como
pueden leer en el libro de Pérez Samper
citado o en las propias constituciones recopiladas por Luis Salas Balust.
El lugar
de la comida era el refectorio al que llegaban los colegiales juntos y a la
misma hora, que también estaba regulada: según la estación se comía a las diez
de la mañana y se cenaba a las seis de la tarde, o se comía a las once de la
mañana y se cenaba a las nueve. El día de San Miguel y el domingo de
Resurrección marcaban el cambio de los horarios.
Llegaban los colegiales
llamados por la campana y con su vela si era de noche, pero también eran
avisados por el llamado linternero si estaban estudiando. Entraban juntos,
recibían la bendición juntos y salían igualmente todos juntos.
Durante la comida uno de
los colegiales leía para todos, aunque no fue siempre así. Esa lectura se
seguía en completo silencio hasta el punto de que la petición de agua o
cualquier otra cosa se hacía por señas también codificadas. Por ejemplo, si se
quería agua se le daba un golpe a la jarra, y si era vino al vaso.
Les recomiendo el libro
de Pérez Samper para conocer los
detalles de esa vida en colegio pero también para conocer el recetario del
cocinero Domingo Hernández de Maceras,
que lo fue del Colegio.
El recetario, publicado
en 1607, habla de las comidas y cenas de invierno y verano, pero también de la
comida de los sábados y en otro capítulo de cómo se han de guisar los pescados
y las diferencias de huevos y platos de vigilia y potajes. Las ensaladas, los
cortes de las carnes, los guisos de estas ocupan las primeras páginas. Carnero,
ternera, cerdo, caza, pollo, gallina o cabritos desfilan por el recetario.
Igual que lo hacen las cabezas, lenguas, manos, livianos, torreznos o sesos, en
el apartado de la cocina del sábado. Y con relación a días de pescado tenemos
arroz, espinacas, castañas, borrajas, turmas de tierra, acelgas, lentejas,
espárragos, calabazas, zanahorias, huevos, pescados ceciales, barbos, anguilas,
congrios, lampreas, atún, sábalo, besugos, merluzas, langosta, para,
finalmente, ocuparse de la fruta.
Todo ello
solía guisarse con mucha preparación y mucha especia.
Tomás
Rodaja, Licenciado Vidriera, el personaje cervantino dejó dicho que en
Salamanca se forjaban obispos y ministros del Estado, así que sabemos cuáles
eran las aspiraciones de aquellos estudiantes. Eso sólo fue posible en el Siglo
de Oro. En el siglo XVII comienza un declive de la Universidad de Salamanca que
será más acusado en el siglo XVIII y no digamos ya en el XIX.
No
abordaré aquí las causas, pero sí es preciso mencionar que en el ámbito de las
consecuencias la pérdida de prestigio trajo consigo la pérdida de estudiantes y
con ello, Salamanca y su vida estudiantil casi desaparece de la Literatura. Se
cierran colegios, las órdenes religiosas pierden espacios y devotos. Y a todo
ello pondrá un epílogo trágico la Guerra de la Independencia con toda su
destrucción.
Del XVII en adelante la literatura se olvida de nuestros
estudiantes. Espronceda nos deja el
mito del Estudiante de Salamanca.
Pero, curiosamente, es un tiempo con importantes escritores por Salamanca.
A finales del XIX comienza
a recuperarse la Universidad de Salamanca, que sufrirá la Guerra Civil y una
postguerra durísima.
Y aquí estamos.
En estos años se
impusieron las pensiones para los estudiantes y los pisos.
Lamberto de Echeverría ha sido uno de
los más destacados cronistas universitarios. En 1987 saca a la luz su libro Nuevas páginas universitarias salmantinas
en las que nos dice que “pasaron los tiempos de pensiones y patronas, que ya no
representan más que un 6%, ya que el 40% viven en pisos, el 35% en casa de la
familia y el resto en colegios mayores y residencias”.
En ese
momento, la Universidad comienza a estudiar a sus estudiantes, a realizar
estudios sociológicos y de impacto económico en Salamanca. Los estudiantes son
un motor de la economía salmantina muy notable, y aunque los tiempos han
cambiado, sigue habiendo, a su manera, pupilares, gobernaciones y repúblicas,
además de colegios. Hay tunos. Las tabernas son bares, pubs y discotecas. No
faltan las pendencias y todo tipo de picardías.
Hace un año un grupo de profesores de la USAL redactó
un informe sobre esa economía que titularon “La parte y el todo”. Les gustará
saber que el alojamiento se lleva el 32,9% de la economía del estudiante: un
12,4% alimentación y un 5,3% vivienda, los bares y el ocio se comen el 8,9% de
esa economía, que es más que, por ejemplo, lo que se invierte en viajes,
transporte, vestuario en incluso libros y material escolar, que supone el 4,9%.
Los estudiantes de hoy gastan el doble en ocio que en libros.
Cuánta razón tuvo el que dijo que “hace la edad su
oficio”.
Déjenme que termine con
un maravilloso poemario de Andrés
Catalán y Ben Clark titulado Mantener la cadena de frío donde hay
poema titulado “Piso de estudiantes” que dice así:
Se acumulan los platos
sin fregar
Los
vasos, las copas con sus frescos de sangre
retratan
una batalla, una orgía.
Se
acumulan, estorban, entretienen.
Hay un
olor distante sin nostalgia:
orégano y
salsa de tomate. Ajo.
Una mosca
analfabeta
lucha sin
esperanzas con el vidrio.
Duermen.
Todos están dormidos.
Un
paquete de queso parmesano
abierto,
una botella de lambrusco vacía.
La luz,
que entra sin prisa no se inmuta
ni finge
ante los cuchillos
un gesto
de sorpresa en la encimera.
Un maravilloso e
impresionista poema, que nos lleva a recordar a Sebastián de Horozco, padre de
Sebastián de Covarrubias, que terminaba así su satírico poema sobre los pupilos
y sus hambres:
Pues me
lo habéis preguntado
entended
qué vida es esta;
Pero
viven sin cuidado
porque
siendo el reloj dado
se vienen
a mesa puesta.